Mabe Fratti ya estaba integrada en la escena
experimental de improvisadores en Ciudad de México cuando la pandemia irrumpió.
Fue entonces cuando esta guatemalteca decidió refugiarse junto a otros
músicos en una antigua fábrica reconvertida en espacio de creación artística
en La Orduña, un lugar rodeado de naturaleza en el estado de Veracruz. Allí
fueron surgiendo estas canciones en las que indaga en las complejidades de
la comunicación y el choque entre pensamiento y lenguaje.
Su música propone una suerte de
indietrónica que dibuja amplios espacios ambientales, apoyada en su pericia con
el violonchelo (empezó a estudiar de forma académica a
los 16 años), una voz que irradia sensaciones de otra galaxia (sus palabras
tienen el don de la sinestesia: generan olores, se sienten en la piel, proponen
colores y estados de ánimo) y sutiles arreglos electrónicos que combina con
el sonido de los pájaros, los animalillos y la naturaleza de su alrededor.
En este álbum (su segundo, tras el prometedor ‘Pies
sobre la tierra’, del año pasado) Mabe Fratti invita, como si fuera una
ceremonia anárquica y guiada por la improvisación de un akelarre cósmico, a un
sinfín de invitados que van sumando sus originales visiones: desde la
estadounidense Claire Rousay (experta en manipular grabaciones de campo) hasta figuras
de la escena alternativa local como Pedro Tirado (Tajak), Sebastián Rojas (The
Americo Jones Experience) y Hugo Quezada (Robota).
A medio camino entre las atmósferas
fantasmagóricas de Grouper, la experimentación radical de Lucrecia Dalt, esa
visión moderna desde los instrumentos tradicionales de Joanna Newsom y el sexto
sentido para las melodías de Julia Holter, Mabe Fratti ya es una de las nuevas
figuras de la nueva música electrónica.
José Fajardo.