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La pregunta que encabeza este post tiene trampa. Preguntarse para qué estudiar humanidades es algo parecido a preguntarse para qué sirve respirar o amar. La respiración y el amor son una valiosa e ineludible parte de nuestra existencia, un elemento imprescindible para la vida. Y buscarles una función utilitaria o secundaria no sólo supone desvirtuarlas, sino que implica no haber comprendido nada.
Las humanidades, tal y como aquí las entendemos, también son un requisito imprescindible para disfrutar de una vida plenamente humana. Porque dedicar un tiempo al arte, a la filosofía, a la historia, a la retórica, a la música, a la política o a la antropología puede ser una forma de estudiar a los otros… Pero también puede ser una manera de descubrirse a uno mismo, una forma de autoayuda en el mejor de sus sentidos.
El objetivo de las ciencias humanas no puede ser, por tanto, el volverse un listillo, un cultureta o un snob. Las humanidades, entendidas en el sentido clásico-tradicionalque desde aquí proponemos siguiendo a José Olives, son un estudio del ser humano en lo que tiene de trascendente, de indeterminado, de libre y de único, para que éste dé a luz su mejor rostro, para que éste pueda florecer. De ahí lo adecuado de la expresión “el cultivo de las humanidades”.
Las ciencias humanas hacen del estudio de lo mejor de otros seres humanos un camino de autodescubrimiento, de desarrollo personal, de inspiración y empoderamiento. Las humanidades, en su sentido más profundo, hacen del ser humano el sujeto y objeto de investigación al mismo tiempo… Promoviendo una fecunda y transformadora adualidad cognoscitiva de carácter gnóstico en sentido estricto que nos lleva mucho más allá de nosotros mismos, que posibilita nuestra apertura a lo Trascendente a través de una espiritualidad que puede ser con o sin Dios.
Ponernos en contacto con la excelencia de otros seres humanos (en la literatura, la escultura, la pintura, la música, el pensamiento o la historia) aumenta nuestra energía interior, la frecuencia vibratoria de nuestro espíritu… Nos pone “a tono”. Pero para ello hay que disfrutar de esos conocimientos, hay que saborearlos en lugar de acumularlos o almacenarlos al modo de los eruditos. Ésa es la diferencia entre el sabio y el profesional de las humanidades(triste -y en mi opinión- desacertada expresión de Jesús Zamora, Decano de la Facultad de Filosofía de la UNED, en su interesante artículo “Cómo no defender las humanidades” aparecido en el Diario EL PAÍS que, pese a contener mucho de verdad, propone una visión de la filosofía que no comparto): el primero -el sabio- es profundamente transformado por el contacto con las humanidades, mientras que el segundo -el profesional o erudito- mantiene la distancia respecto a esos conocimientos convertidos en objeto, configurando las humanidades a su imagen y semejanza. Las humanidades no pueden ser un medio de vida, deben ser una vocación, una forma de desarrollo de nuestras potencialidades, una práctica y experiencia de apertura y refinamiento de lo más elevado de nuestra persona. No basta con estudiar las materias o asignaturas propias de las humanidades… ¡Hay que encarnarlas! Debemos convertirnos, ser uno, con esa música, con ese cuadro, con ese pensamiento, con esa tradición, con ese cuento o con esa historia. Las humanidades, en su definición clásico-tradicional, exigen una metanoia personal.
Ésas son las humanidades imprescindibles en esta época que muchos han calificado como New Age -como Nueva Era- y que, pese a todos los cambios tecnológicos y sociales que en ella se observan, tiene un sustrato común que ni cambia ni debe cambiar si deseamos evitar el desastre: la consciencia de que somos personas y que, como tales, debemos pensar, sentir y actuar.
Sin humanidades, el mundo se...