En este 5º programa nos vamos hasta Egipto. Analizaremos que hay de verdad o de mentira en las supuestas maldiciones de los faraones. Iremos por el desierto en busca de la tumba de Tutankamón... esto y mucho más en este monográfico.
Activamos la sección "fans" con contenido exclusivo. Adelantamos capítulos del libro Fobos: Relatos de Terror (Mark Schindler).
Y en agradecimiento a todos por vuestro apoyo y a colación del capítulo de hoy dejamos públicamente uno de los capítulos de Fobos para nuestros estimados oyentes.
EL SAQUEADOR DE TUMBAS
Esta historia ocurrió muy cerca de Dahshur, durante el reinado de Nubkaura Amenemhat, en el año 1876 a. C. Tal cual me la narró un vendedor de perfumes del mercado de Jan el-Jalili de El Cairo, así la traigo ahora hasta ti, cuando ha debido de pasar más de una década de aquellos días por Al-Qāhira y una infinidad de siglos desde que viviera Khalfani…
Mi amigo, el pastor Abubakar, había venido a mi casa, fabricada con pequeños bloques de adobe que yo mismo fabriqué, sobresaltado y con unas ganas de hablarme que le cortaban hasta la respiración; gesticulaba exageradamente, agitando las manos en alto, dando indicios de lo importante del asunto, por lo que mi esposa Menefer nos dejó solos.
—¡Khalfani! ¡Khalfani! ¡Nos vamos a cubrir de oro! ¡He encontrado una tumba! ¡Una tumba! Y estoy seguro de que no ha sido saqueada.
—Tranquilo, amigo. Bebe un poco de té y siéntate. Toma aire entre tus palabras. ¿Qué te ha pasado exactamente?
—Estando con el ganado, vi cómo se nos venía encima una violenta tormenta de arena, de modo que busqué algún sitio donde esconderme. Durante diez minutos no pude ver nada, pues luchaba además contra una inmensa cortina de polvo. Batallaba conmigo arrastrándome, me tiró varias veces por las dunas y levantaba remolinos a mi alrededor. Nunca había presenciado nada igual. Tenía polvo en mis oídos y ojos, por lo que cuando la tormenta cesó, a duras penas pude entrever que el lugar había cambiado totalmente de relieve. Así, justo enfrente de mí, sí, justo enfrente mío, encontré…
Y el pastor narró algo que solo los más afortunados, aquellos que comen ocas y gacelas todos los días, podrían al menos haber imaginado.
—Si lo que dices es verdad, no lo cuentes a nadie. Mañana es la boda de tu hija y si estás ausente, recelarán. Deja que vaya yo solo, es más seguro, y todo como hemos hablado será mitad para ti y mitad para mí.
Y Abubakar me proporcionó las indicaciones oportunas que, por la complejidad y el deseo de un buen porvenir, me repitió una docena de veces: había dejado tres estacas señalando el lugar y uno de sus animales muertos por la furibunda tormenta a menos de diez pasos de un pequeño montículo de arena.
No tardé mucho en preparar lo necesario para la expedición. Aquella misma noche monté en mi camello y, amparado por el espantoso calor que dejaba a los indiscretos en sus casas, partí.
Durante mi travesía, me acordé de las mil y una leyendas que hablaban de las maldiciones de los que profanaban tumbas. Pero mi vida parecía estar ya sumida en una, pues la pobreza hacía de mí un desheredado sin ganas ya de luchar. Hacía un año que había concluido mi aventura en
Alepo, Siria, en la fábrica de los jabones del laurel y el olivo. Regresé sin dinero, sin fuerzas y con dos años menos. Tal vez el faraón o quien fuera que reposara en aquel foso funerario me perdonaría después de que yo le explicara mi penuria y la escasez de los míos.
Hice noche durmiendo al lado del camello y, al amanecer, me alejé de la zona tal como lo había hecho Abubakar pues estaba siguiendo sus indicaciones. Efectivamente, estaba muy cerca de llegar al lugar señalado: las tres estacas dibujaban una flecha. A doscientos pasos en esa dirección estaría mi futuro de gloria, In šāʾ Allāh.
Con los utensilios que me había llevado descendí a una galería que se encontraba en las entrañas de la tierra. Me había atado una cuerda a la cintura cuyo inicio era el cuerpo de mi camello; por si había en algún momento algún problema, por si accedía a algún laberinto. Me arrodillé para rezar y estar protegido:
اللهم انت ربي ال اله اال انت عليك توكلت وانت رب العرش العظيم ,ما شاء هللا كان ومالم يشأ لم يكن ,وال حول وال ,قوة اال باهلل العلي العظيم ,اعلم ان هللا على كل شىء قدير ,وان هللا قد احاط بكل شيء علما ,اللهم اني اعوذ بك من شر نفسي ومن شر كل دابة انت آخذ بناصيتها, ان ربي على صراط مستقيم
De pronto, mi cuerda, sesgada, cayó al suelo cuando estaba en la tercera oración, y vi la cabeza de un soldado asomarse y negar con la cabeza mientras me gritaba que esta sería mi tumba por ladrón. Selló la entrada y se apoderó de todo el abismo, dejándome solo en medio un sepulcral silencio y una lúgubre oscuridad. Me hallaba condenado.
Empecé a gritar desesperadamente implorando piedad a los soldados, yo creo que incluso por horas lo hice, antes de caer extenuado al suelo. Vi la cara de mi mujer Menefer, la de mis hijos, y entonces sí lloré abatido, en pleno abismo de penumbra y entorno asfixiante.
Las horas pasaron lentamente, calculé que debía llevar un par de días allí… La sed estaba mermando mis últimas fuerzas. Mi cuerpo tenía tal necesidad de líquido, que el Nilo no albergaba suficiente agua para saciarme. Estaba agotado, asfixiado por el calor, abatido, mareado, muy deshidratado… todo mi yo se encontraba ya exangüe.
De pronto, una luz se encendió al fondo. Yo no era el único ladrón que estaba allí encerrado, o eso al menos creí en un primer momento… La cabeza me daba vueltas, aquella llama de luz bailaba de un lado a otro por mi pupila y de repente se diluyó.
Un gran hombre con cabeza canina apareció a mi lado. Se quedó enfrente de mí, mirándome fijamente con sus ojos de chacal, y con su mano de hombre me indicó que le siguiera. Me giré y vi que a mi espalda todo era penumbra.
Una extraña fuerza me hizo seguir al hombre perro hasta una gran sala majestuosa llena del aroma de mil y un elixires, y de la agradable fragancia del incienso. Mi boca seca podía beber de las esencias de flores que viajan en invisibles canoas por el aire.
Me condujo frente a una gran balanza de oro, cuyos platillos estaban grabados con extrañas inscripciones solo entendibles para los sumos sacerdotes del faraón. Las paredes eran de arena del desierto que, en ondulante vaivén, parecían atrapadas en ángulos imposibles, como si tuvieran vida propia. Entonces, la arena se transfiguró y dos enormes puertas se abrieron a cada lado de la balanza.
Antes de que pudiera siquiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, el hombre perro, Anubis, introdujo su mano en mi pecho y me arrancó el corazón. Los bordes del agujero en la carne ardían hasta que un polvo de luz cicatrizó y anestesió la zona. Acto seguido, con respeto, me miró y se dirigió a la balanza, puso mi corazón en uno de los platillos, mientras gotas de sangre resbalaban entre sus dedos. Desde los cielos, algo cayó deteniendo el tiempo: de forma etérea, una pluma fue a parar al otro platillo posándose con total suavidad en su centro.
Por una de las puertas que habían surgido en las paredes apareció otro ser de unos dos metros y medio de alto, con cabeza de cocodrilo, cuartos traseros de hipopótamo y torso y patas delanteras de león. Sus ojos fríos de reptil miraban con el movimiento de los ojos de un caimán hacia varios lados; con pose más imponente que majestuosa, Ammit esperaba oír la sentencia, al igual que el barquero que en la otra puerta aguardaba…
La balanza ya se inclinaba ligeramente, ya se igualaba, en una especie de extraña lucha, bajo la mirada expectante de todos los presentes. Mi corazón, mi inmortalidad, dependía de unos centímetros. Mi respiración era más rápida que mi capacidad para tomar aire y me asfixiaba. Cuanto más jadeaba, más latía el corazón en la balanza.
Como para distinguir con más claridad el resultado, el hombre perro, Anubis, dio varios pasos hacia atrás, tomando distancia. Luego se acercó a mí lentamente, me levantó la barbilla hacia arriba y me dijo:
—Osiris debe esperar.
Y acto seguido, me insufló desde su hocico un aroma que hizo me desmayara, al mismo tiempo que notaba de nuevo cómo ardía y se dilataba la herida en mi pecho. El calor era asfixiante. Casi no podía abrir los ojos. Pestañeaba en tintineos luchando por abrirlos. El sudor recorría todo mi cuerpo.
Al abrirlos, vi dos guardias reales que yacían inertes de vida con los cráneos abiertos. Alguien sujetaba mi cabeza a la vez que me instaba a beber acercándome un cazo con agua a mis labios. Debía de tener rota una o varias costillas, que aún seguían aprisionadas por la soga.
—Bebe, bebe —me decía un rostro que reconocí como el de mi amigo, el pastor Abubakar. Yo no sabía por qué, pero arriba ya no lucía el mismo sol, Atón—. Te he rescatado de los dos guardias. No viniste a darme noticias y me preocupé. Bajaremos a la tumba cuando mejores…
Pero le interrumpí:
—Si perturbas la paz de un muerto, con la misma mano que le robes deberás ofrecerle tu corazón. Si se ha decidido austeridad para nosotros, no seré yo quien cambie el destino a base de saquear y arrebatar lo que no es mío.
La cabeza de Abubakar se transformó en la del perro y me dijo:
—Ahora ya no hay ninguna duda: has decantado al fin la balanza a tu favor.
Adelanto libro FOBOS, Relatos de Terror. Autor: Mark Schindler.
© Mark Schindler
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Howard Carter y el descubrimiento de Tutankamón
El hallazgo de la tumba de Tutankamón por Howard Carter marcó un antes y un después en la egiptología y reveló secretos ocultos durante milenios. En "Misterios Exóticos de Mark Schindler" nos adentramos en la historia de este auténtico aventurero.
La fascinante vida de Howard Carter antes de Tutankamón
Howard Carter nació el 9 de mayo de 1874 en Kensington, Londres. Desde joven mostró un gran interés por el arte y la arqueología. A los 17 años, fue contratado por el Fondo de Exploración de Egipto para copiar inscripciones y pinturas de tumbas y monumentos en Egipto.
Durante años, Carter trabajó en diversas excavaciones, perfeccionando sus habilidades y conocimientos. Su dedicación y talento lo llevaron a trabajar con importantes arqueólogos de la época, lo que cimentó su reputación como un experto en la materia.
El arduo camino hacia el descubrimiento
En 1907, Carter conoció a Lord Carnarvon, un aristócrata británico apasionado por la egiptología, quien financió sus expediciones. A pesar de varios fracasos iniciales, Carter no se desanimó y continuó con su búsqueda incansable.
Finalmente, en noviembre de 1922, después de años de arduo trabajo y persistencia, Carter y su equipo hicieron uno de los descubrimientos más importantes de la historia de la arqueología: la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes.
La tumba de Tutankamón: un tesoro inigualable
La tumba de Tutankamón estaba casi intacta, un hallazgo extremadamente raro en la egiptología. Contenía más de 5,000 objetos, incluyendo el famoso sarcófago de oro del joven faraón, joyas, muebles y otros artefactos.
Este descubrimiento no solo proporcionó una visión invaluable de la vida y la muerte en el antiguo Egipto, sino que también capturó la imaginación del público y los medios de comunicación de todo el mundo.
Impacto del descubrimiento en la egiptología moderna
El descubrimiento de la tumba de Tutankamón revolucionó la egiptología, proporcionando una enorme cantidad de información sobre el antiguo Egipto y sus prácticas funerarias. La importancia de los objetos encontrados y el estado casi intacto de la tumba permitieron a los investigadores obtener un conocimiento más profundo de la civilización egipcia.
Además, el hallazgo despertó un renovado interés global en la historia y la cultura del antiguo Egipto, impulsando nuevas investigaciones y exploraciones.
Legado de Howard Carter: más allá de la tumba de Tutankamón
Howard Carter continuó trabajando en la tumba de Tutankamón hasta 1932, documentando y conservando los artefactos encontrados. Su dedicación y meticulosidad establecieron nuevos estándares en la arqueología.
El legado de Carter perdura no solo por su descubrimiento, sino también por su contribución a la metodología arqueológica y su pasión por preservar el patrimonio cultural. Su trabajo sigue siendo una fuente de inspiración para arqueólogos y aficionados a la historia de todo el mundo.