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Mi abuela amasaba con fuerza para despertar el almidón y unir cada partícula de maíz en bolas que apenas cabían en la palma de su mano; cada una era aplastada con la yema de los dedos, ligeramente humedecidas con agua, sobre una servilleta de tela.
Mi abuela amasaba con fuerza para despertar el almidón y unir cada partícula de maíz en bolas que apenas cabían en la palma de su mano; cada una era aplastada con la yema de los dedos, ligeramente humedecidas con agua, sobre una servilleta de tela.