Para la iglesia primitiva, el Espíritu Santo y Dios eran uno y lo mismo. No les resultó difícil pensar en el Padre como Dios o en el Hijo como Dios, pero muchos ven al Espíritu Santo como una deidad menor, una fuerza impersonal de rango inferior que no es igual al Padre y al Hijo.
Una de las razones por las que la gente cae en esta trampa teológica es porque el Espíritu Santo, por naturaleza, opera en segundo plano. Su objetivo nunca es traer honor y atención a sí mismo. El Espíritu Santo siempre viene para revelar a Jesús, para glorificar a Jesús.