El de OT al que Risto humillaba para que ganase su futura
novia. El jurado de La Voz. El intensito de los discursos largos. El Pablo
Alborán del piano. Estamos llenos de prejuicios, constantemente; y con los
artistas que tienen gran presencia mediática, como es el caso de Pablo López,
también sucede. Es una pena, porque el malagueño posiblemente es uno de los
compositores e intérpretes más mayúsculos de la última década en la música
española.
Sigue costándole lo suyo quitarse ciertos sambenitos adheridos
a formar parte del show business y del establishment de la mercadotecnia de las
multinacionales; pero sus últimos ejercicios son prácticamente un milagro para
la música comercial. Por momentos, sus álbumes parecen concebidos más como
obras de pop sinfónico, pensando más en los climas y en la construcción de unas
temperaturas épicas que lo acercan tanto a Jay-Jay Johanson o a Sigur Rós que a
la enésima copia devaluada de Alejandro Sanz.
Lo ha demostrado desde el principio, pero sobre todo fue a
partir de su anterior placa, “Camino, Fuego y Libertad”, que se percibió una
comprensión de que su registro era otro: el de una suerte de Elton John con
una fiereza interpretativa arrolladora y con matices heredados tanto de la
música sinfónica y orquestal como de las producciones de artistas de los países
nórdicos.
Con “UNIKORNIO: Once millones de versos después de ti”,
consigue componer su obra más conceptual, la menos dependiente de singles
efectistas, manteniendo esos embistes épicos en sus interpretaciones, pero
también acercándose a un público mainstream desde variaciones clásicas (“Tempo”)
hasta guiños indietrónico-sinfónicos de aires flamencos (“ImaginaTú”), nanas
desgarradoras (“7”), la BSO de una película imaginaria con aires a The Postal
Service (“La niña de la linterna”), acercamientos a un rock sinfónico casi
metalero (“Viba”) y hasta, incluso, un puñado de hits melódicos de radiofórmula
inventada para que Universal no se desesperen ni se pongan a llorar (“Mariposa”,
“Unikornio” y “MámaNo”).
Alan Queipo