Share Ps. David De La Cruz
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Cuando Jesús despidió a la multitud (frustrando así su intento de hacerlo rey por la fuerza; (Jn. 6:14-15), también despachó a sus discípulos (Mt. 14:22). Sin duda, estaban emocionados por la respuesta del pueblo. Finalmente, parecía que su maestro recibía el honor debido.
Jesús les había enseñado a orar por la venida del reino (Mt. 6:10) y podría parecer que esa oración estaba a punto de responderse. El Señor alejó a los discípulos de esta situación, pues conocía sus corazones y no quería que fueran arrastrados por el entusiasmo superficial de la multitud. Probablemente, no entendieron por qué el Señor los estaba despidiendo, pero aun así le obedecieron.
El Nuevo Testamento ofrece numerosas líneas de evidencia para la deidad de Jesucristo y sus muchos milagros no son la menos importante de tales líneas (cp. Hch. 2:22). Estos demuestran su gloria divina de una manera única y poderosa (Jn. 2:11).
El mismo Señor los usó para respaldar sus afirmaciones memorables: “Las obras que el Padre me dio para que cumpliese, las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, que el Padre me ha enviado” (Jn. 5:36). En respuesta a la solicitud exasperada de sus críticos: “¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente” (Jn. 10:24), Jesús les respondió: “Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí”.
El Señor también reprendió a Corazín, Betsaida y Capernaúm porque, a pesar de los numerosos milagros que había realizado en esas ciudades, se negaban porfiadamente a arrepentirse (Mt. 11:20-24).
Cuando Juan el Bautista envió a sus discípulos a preguntarle a Jesús “¿Eres tú el que había de venir, o esperaremos a otro?” (Lc. 7:20), Jesús les respondió señalando sus obras milagrosas:
En esa misma hora sanó a muchos de enfermedades y plagas, y de espíritus malos, y a muchos ciegos les dio la vista. Y respondiendo Jesús, les dijo: Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio.
El testimonio de Juan respaldaba las afirmaciones de Jesús sobre ser el Mesías. Como, en general, él era considerado un profeta de Dios por el pueblo (Mt. 21:26; Lc. 20:6)—el primero en cuatro siglos—, su testimonio tenía un peso considerable.
Las autoridades reconocieron la importancia de Juan cuando enviaron una delegación a oírlo. Pero tal como sus padres habían rechazado a los profetas que Dios les envió (cp. 2 R. 17:13-14; 2 Cr. 24:19; Jer. 7:25-26; 25:4; 29:19; 44:4-5), ellos rechazaron el testimonio de Juan.
A la vieja pregunta “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” (Job 14:14), la Biblia responde enfáticamente: Sí. Todas las personas, creyentes e incrédulas, resucitarán de los muertos un día. Todos vivirán para siempre, consciente e individualmente.
Hay dos aspectos de esa resurrección para el creyente: espiritual y física. En lo espiritual, los cristianos resucitan cuando Dios imparte la salvación a sus almas previamente muertas. Aunque estaban muertos en sus pecados (Ef. 2:1), ahora disfrutan la vida nueva en Cristo (Ro. 6:4).
En lo físico, los creyentes confían en que, aun cuando a la larga se debilitarán sus cuerpos terrenales, un día recibirán la resurrección de sus cuerpos que durarán para siempre. Recibirán nuevos cuerpos cuando el Señor Jesucristo “[transforme] el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil. 3:21). El resultado será que los creyentes estén preparados para disfrutar la resurrección durante el milenio en perfección sin pecado, así como ser adecuados para la existencia eterna en los cielos nuevos y en la tierra nueva (cp. Ap. 21-22).
La Biblia enseña que los incrédulos también experimentarán la resurrección física. Pero como nunca experimentaron la resurrección espiritual, resucitarán para enfrentar la sentencia final ante el gran trono blanco. De acuerdo con su condenación, la resurrección eterna de sus cuerpos se adecuará al castigo eterno en el lago de fuego (Ap. 20:11-15).
Desde el libro de Génesis, la verdad de la resurrección se repite por todas las Escrituras. Cuando Abraham estaba a punto de sacrificar a su Hijo Isaac, “[dijo] a sus siervos: Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos, y volveremos a vosotros” (Gn. 22:5). Abraham confiaba en que Isaac y él volverían del sacrificio y por eso estaba dispuesto a matar a su hijo, pues sabía que “Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos” (He. 11:17-19) y así lo haría si fuera necesario para cumplir su palabra.
La fe de Abraham se reflejaba en otros santos del Antiguo Testamento. Job responde su propia pregunta—“Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”—de la siguiente manera: “Todos los días de mi edad esperaré, hasta que venga mi liberación” (Job 14:14).
Después amplía su creencia en la resurrección del cuerpo:
Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí (Job 19:25-27).
A lo largo de los siglos, los eruditos y escépticos han respondido de modo diferente a la pregunta “¿Quién es Jesús?”. Su vida es la más influyente de todas las que han existido y su efecto continúa en escalada. Aun así, la verdadera identidad de Jesús sigue debatiéndose acaloradamente entre teólogos e historiadores modernos. Los intentos de los incrédulos para explicar la verdad sobre Él han producido opiniones incontables.
Los líderes judíos de los tiempos de Jesús, motivados por su celo amargo, lo acusaron de ser samaritano (Jn. 8:48), estar poseído por el demonio (Jn. 7:20; 8:52), de loco (Jn. 10:20) y de ser hijo ilegítimo (Jn. 8:41).
Aunque no podían negar el poder sorprendente de Jesús, daban por descontado su origen satánico (Mt. 12:24). Sus sucesores también vilipendiaron al Señor como “transgresor de Israel, practicante de magia, quien trataba con desdén las palabras de los sabios [y] extraviaba a las personas” (F. F. Bruce, New Testament History [Historia del Nuevo Testamento] [Garden City: Anchor, 1972], p. 165).
Los escépticos y liberales teológicos de los siglos XIX y XX tenían la intención de negar la deidad de Cristo. Veían en Él al maestro humano de la moral por excelencia en quien brillaba con más intensidad el destello de divinidad inherente a todas las personas. Para ellos, la vida sacrificial de Jesús servía de modelo para que todos los humanos lo siguieran, pero de ningún modo para que los humanos pudieran salvarse.
No toda la multitud estaba convencida de la autenticidad de Jesús. Mientras unos estaban dispuestos a aceptarlo como el gran profeta que Moisés prometió, e incluso el Mesías, algunos seguían siendo escépticos. “¿De Galilea ha de venir el Cristo?”, preguntaban burlonamente.
La pregunta esperaba una respuesta negativa; que el Mesías pudiera venir de esas lejanías de Galilea parecía absurdo para la gente sofisticada de Judea.
Por otra parte, insistían ellos, “¿No dice la Escritura que del linaje de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el Cristo?”. Para mérito de ellos, esos dos puntos eran válidos. La Escritura del Antiguo Testamento revela que el Cristo vendría del linaje de David (2 S. 7:12; Sal. 89:3-4; el Mesías saldría de Belén (Mi. 5:2; cp. Mt. 2:3-6).
Sin embargo, quienes se mofaban con su incredulidad orgullosa no examinaron la situación por completo. De haberlo hecho, habrían descubierto que Jesús satisfacía esos dos criterios. Descendía de David (Mt. 1:1; Lc. 1:32; 3:23, 31; cp. Mt. 1:20; Lc. 1:27; 2:4) y nació en Belén (Mt. 2:1; Lc. 2:4-7, 11, 15). Precipitadamente supusieron que, como Jesús se había criado en Nazaret (Mt. 2:21-23; Lc. 2:39, 51; 4:16; cp. Mt. 21:11; 26:71; Lc. 18:37; Jn. 1:45), debía haber nacido allí. No les interesaba investigar sus credenciales mesiánicas.
Obviamente, el resultado de las opiniones divergentes sobre Jesús fue de disensión entre la gente (cp. 9:16; 10:19). Este incidente ilustra que Jesús divide a las personas.
Tres palabras clave resumen la invitación de Jesús al evangelio. Primero, el que tiene sed es aquel que reconoce su sed espiritual (cp. Is. 55:1; Mt. 5:6).
Segundo, si quieren encontrar alivio, tales individuos deben venir a Jesús, la única fuente de agua viva. Pero no todos los que reconocen su necesidad y se acercan a Él calman su sed. Aunque el joven rico vino “corriendo, [hincó] la rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”, al final “se fue triste” sin saciar su sed. Habiéndose acercado a Cristo, no estaba dispuesto a dar el tercer paso crítico de beber; esto es, apropiarse de Él por la fe.
Solo quien lo haga recibirá el agua viva en Cristo; todos los otros serán falsos discípulos (Jn. 6:53), cuyo arrepentimiento no es sincero ni completo. El “arrepentimiento para vida” (Hch. 11:18) que culmina en “el perdón de pecados” (Lc. 24:47) requiere más que el simple remordimiento. Quienes manifiestan el arrepentimiento genuino reconocen ante el Dios santo la sed profunda de su culpa personal, se dan cuenta de que no pueden hacer nada para evitar el juicio que les es adverso. Así, confían en el sacrificio de Jesucristo (como pago por sus pecados) y afirman que Él es el único Salvador (Jn. 14:6; Hch. 4:12) y Señor de sus vidas (Ro. 10:9-10). De esta forma, beben el agua viva que Él provee y llega a ser en ellos “una fuente de agua que [salta] para vida eterna” (Jn. 4:14).
EL DESPRECIO BURLÓN A JESÚS
Cuando el Señor fue a Jerusalén para la fiesta de los tabernáculos (Jn. 7:2), solo quedaban seis meses antes de que volviera a la ciudad para su crucifixión (en la pascua de la primavera siguiente). De ahí en adelante, Jesús caminaría bajo la sombra de la cruz.
Cuando la fiesta de las tabernáculos se acercaba, sus hermanos lo instaron a hacer una gran entrada en la ciudad para declarar así que era el Mesías (Jn. 7: 3-5).
* Pero Jesús no aceptó y decidió ir en secreto a la fiesta (Jn. 7: 10); l
* llegó cuando ya ésta iba por la mitad (Jn. 7: 14).
* Cuando entró a Jerusalén, fue de inmediato al templo y comenzó a enseñar (Jn. 7: 14),
* allí su aparición inesperada y su autoridad sin precedentes causaron revuelo (Jn. 7: 45-46).
* Como era de predecir, los líderes judíos respondieron con hostilidad (Jn. 7: 15-19) e incluso intentaron arrestarlo (Jn. 7: 32).
Por otro lado, el pueblo estaba dividido en cuanto a Jesús: unos se le oponían con violencia (Jn. 7: 30), otros creían en Él con entusiasmo (Jn.7: 31).
En tanto los judíos oían la enseñanza sin igual de Jesús, se maravillaban. Seguramente los sorprendía su dominio de las Escrituras, como ya había sucedido con quienes oyeron el Sermón del Monte (Mt. 7:28-29), los de su pueblo Nazaret (13:54) y los de Capernaúm (Mr. 1:22). Incluso su predicación sorprendió a los guardias del templo enviados para arrestarlo (vv. Jn. 7: 45-46).
Probablemente fueron las autoridades judías, hostiles e indignadas, que a menudo se sentían amenazadas por Jesús, quienes dirigieron el ataque hacia Él cuestionando sus credenciales. Exclamaron: “¿Cómo sabe éste letras, sin haber estudiado?” (Más adelante también los sorprendería la predicación poderosa de Pedro y Juan, “hombres sin letras y del vulgo” [Hch. 4:13]).
No estaban diciendo que Jesús fuera un ignorante, sino que no había recibido educación formal en las escuelas rabínicas prescritas. En términos de hoy, no había pasado por el seminario ni había sido ordenado por algún cuerpo eclesiástico formal. Como no podían refutar la enseñanza de Jesús, cuestionaban sus credenciales y autoridad para enseñar porque carecía de educación autorizada y del derecho legítimo a enseñar. Esto implicaba que las palabras de Jesús no deberían tomarse en cuenta porque eran solo la opinión de un intruso pretencioso que no tenía relación verdadera con la fraternidad de maestros establecida y autorizada.
La respuesta del Señor fue directa y devastadora: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió”. Cierto era que su conocimiento no se deriva de ninguna institución humana y que su enseñanza era opuesta a la de los maestros del judaísmo. Pero eso no quería decir que se tratara solamente de su opinión personal, como implicaban las autoridades; de hecho, venía directamente de Dios Padre, aquel que lo envió, Jesús siempre fue consciente de que el Padre lo había enviado.
La afirmación más desconcertante de Jesús era la de ser Dios. Pero Él hizo muchas otras declaraciones que dejaron perplejos a los que le oían.
Solo hay tres explicaciones posibles para las afirmaciones sorprendentes que Jesús hacía. O Jesús estaba loco de remate o era un engañador diabólico o era exactamente quien afirmó ser. No existe la posibilidad de que solo haya sido un buen maestro de la moral, porque esas personas no hacen tales afirmaciones.
Como señala C. S. Lewis:
Un hombre que solo fuera un hombre y dijera la clase de cosas que Jesús dijo no sería un gran maestro de la moral. Sería un lunático—al mismo nivel que quienes afirman ser un huevo cocido—o sería el diablo del infierno. Usted debe elegir. O este hombre era, y es, el Hijo de Dios o era un loco o algo peor. Usted puede callarlo por necio, puede escupirlo y matarlo como un demonio o puede caer a su pies y llamarle Señor y Dios. Pero no vengamos con condescendencias afirmando solo que era un gran maestro humano. No nos ha dejado esa posibilidad. No pretendía hacerlo (Mero cristianismo [Nueva York: Rayo, 2006], p. 56 del original en inglés).
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