Si hay algo que converge en la última gran generación de
cantautoras latinoamericanas es la frontalidad y la crudeza. Compositoras
que no solo desnudan su alma en un cancionero sangrante que recuerda a los
nombres más icónicos de la canción popular (Chavela Vargas, Violeta Parra,
Chabuca Granda…), sino que se sienten especialmente atraídas por producciones
minimalistas: pocos elementos muy bien ordenados y expuestos equilibradamente.
Me refiero a artistas como las mexicanas Silvana Estrada
o Laura Itandehui o las colombianas La Muchacha y Briela Ojeda, entre muchas
otras a las que, claro está, hay que añadir el nombre de la chilena Rosario
Alfonso. Una artista que ya había sorprendido hace cuatro años con “Lo primero”,
un debut en el que ya se abrazaba al sonido de la madera del cuatro venezolano
en consonancia con su voz, pero que en su flamante segundo álbum da un
irrebatible paso adelante.
“De canciones tristezas y otras sutilezas” prosigue con
esa idea de canción despojada de grandes artificios y producciones: el sonido a
madera y a nylon de una instrumentación que se debate entre el cuatro
venezolano, el charango, la guitarra o el ukelele, y la voz de la propia
Rosario Alfonso, que nos invita a una suerte de confesionario abierto sobre
desamor y desencuentros amorosos.
Pero la huella latinoamericana encuentra mayor cohesión
que en su anterior disco gracias a la participación de una corta de músicos que
aportan percusiones, vientos, chasquidos, cuerdas y voces, como es el caso de
nombres propios conocidos como los de Benjamín Walker o Yaima Cat,
entre otros. Eso es lo que este cancionero aporte canciones que reivindiquen el
bolero (“Negación”), la chacarera (“A la primera”), el carnavalito (“Qué más
quieres de mí”) o la nana (“Canción para acunar”), a la vez que también sale a
la caza del groove (“Chamullento”), el canto apunado (“Alcohuaz”) o el
jazz.folk (“Nochevieja”).
Alan Queipo.