Muchos empezamos con buen ánimo la famosa lista de los Diez Mandamientos. Al fin y al cabo no tenemos figuritas de madera, delante de las cuales acostumbremos a inclinamos ¿verdad? Incluso si tuviéramos figuras de ese tipo e hiciésemos genuflexiones delante de ellas, como le ocurre a algunos católicos, siempre podríamos argumentar que lo hacemos sólo como una legítima forma de reconocimiento. ¿Acaso no le podemos atribuir el mérito a quien se lo merece? Tristemente olvidamos que desde la antigüedad no es la figura en sí lo que se adoraba, sino una forma específica de prosperidad, que se escondía detrás de cada nombre propio. Podía ser el sumerio Shamash, el egipcio Ra o el cananeo Shapshu, al final lo que se buscaba era siempre los mismos beneficios del Sol, que ahora atribuimos muchos a una nómina de la empresa para la que trabajamos, a un político o a un familiar. Somos perfectamente capaces de identificar nuestra fragilidad pero preferimos desconfiar de Dios. El corazón mismo de la idolatría es que preferimos buscar siempre un sustituto a Dios. Esta decisión nos lleva siempre a una ceguera profunda y una irracional creencia en cualquier otra cosa, no importa lo ridícula que sea.... Podcast de Jose de Segovia sobre Libro de Éxodo, Cap. 32