A los diez años, Heriberto caminó con fe hacia una promesa: agradecer por su milagrosa sanidad. Pero con el tiempo entendió que el verdadero milagro no estaba en la imagen, sino en el Dios que escucha y sana. Su historia nos recuerda que la fe no vive en rituales, sino en una relación personal con el Dios vivo.