Soleá Morente
entra junto a Aurora Carbonell, su madre, en la casa familiar de Granada. Suena
‘Aurora’, la canción con la que arranca este álbum que radiografía la historia de amor de sus padres: la
bailaora junto al cantaor Enrique Morente, fallecido hace una década y a
quien ambas guardan muy cerca en la memoria. Soleá mira los retratos de la
leyenda, parece hablar con su espíritu, mientras Aurora se concentra en la
música, casi se diría que entra en trance. Es una escena bellísima, cargada
de emoción, con la que arranca el corto
documental de Jonás Trueba ‘Aurora y ayer’.
Ya ha ido dando
pistas de que en ella habita un aura especial, la de una artista que avanza a un
paso alejado de lo convencional, por donde la intuición le guía. Tras el
emocionante proyecto junto a Los Evangelistas (músicos de Los Planetas y
Lagartija Nick con los que recuperó el espíritu de ‘Omega’ al morir su padre),
comenzó a encontrar su voz con ‘Tendrá que haber un camino’; ‘Ole Lorelei’
fue su liberación, conectando con el espíritu fiestero y despreocupado de
Camela pero con un mensaje cargado de ironía y actitud que amplió en ‘Lo que te
falta’ y, entre tanto, ese fascinante proyecto poético que firmó como Prado
Negro.
Todo para
alcanzar la madurez creativa que le ha permitido zambullirse en sus propios recuerdos, mirar al
pasado y encarar con decisión lo que viene. Con Manuel Cabezalí a la
producción (y un grupo de músicos estupendos, como Nieves Lázaro a los teclados
y los coros y Juan Manuel Padilla a la batería y percusión), Soleá se adentra
en las atmósferas soñadoras del dream pop y el shoegaze sin perder ese espíritu
flamenco que lleva impreso a fuego en la sangre. La han comparado con Beach
House o The War On Drugs pero a estas alturas Soleá Morente sólo suena a sí
misma. Y que así sea por mucho tiempo.
José Fajardo.