En el silencio solemne del templo de Jerusalén, Isaías tuvo una experiencia que marcaría su vida y definiría el destino de su pueblo. Una visión tan poderosa que hizo temblar el suelo bajo sus pies y estremeció su alma: ¡él vio al Señor! Sentado en un trono alto y sublime, rodeado de serafines que cantaban: “¡Santo, santo, santo es Yahvé de los ejércitos! Toda la tierra está llena de su gloria”. Pero esta visión no solo trajo asombro, también reveló a Isaías su condición de pecador. Ante la pureza divina, su primer pensamiento fue: “¡Ay de mí! Estoy perdido”. Sin embargo, en este momento de crisis, un serafín voló hacia él con un carbón encendido y tocó sus labios. Fue allí donde todo cambió. Isaías no solo fue purificado, sino llamado a una misión que sacudiría a Jerusalén y al mundo. “Heme aquí, envíame a mí”, respondió con valentía. Desde entonces, Isaías no solo fue un profeta, sino un portavoz del juicio, la restauración y la venida del Mesías. Sus palabras advertían sobre la idolatría, la corrupción y el alejamiento del pueblo de Dios, pero también traían la promesa de una nueva esperanza. Isaías vio más allá de los escombros de la ciudad. Visualizó al Mesías: “Un niño nos es nacido, hijo nos es dado… Príncipe de Paz”. Este Mesías no solo traería redención a Israel, sino luz a todas las naciones, guiándolas hacia la Puerta al Cielo, donde la justicia y la paz reinarían para siempre.