(1-2) Una noche, un fariseo llamado Nicodemo, que era líder de los judíos, fue a visitar a Jesús y le dijo:
—Maestro, sabemos que Dios te ha enviado a enseñarnos, pues nadie podría hacer los milagros que tú haces si Dios no estuviera con él.
—Te aseguro que si una persona no nace de nuevo[1] no podrá ver el reino de Dios.
—¿Cómo puede volver a nacer alguien que ya es viejo? ¿Acaso puede entrar otra vez en el vientre de su madre?
—Te aseguro que si uno no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Todos nacen de padres humanos; pero los hijos de Dios sólo nacen del Espíritu. No te sorprendas si te digo que hay que nacer de nuevo. El viento sopla por donde quiere, y aunque oyes su sonido, no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así también sucede con todos los que nacen del Espíritu.
Nicodemo volvió a preguntarle:
—¿Cómo puede suceder esto?
—Tú eres un maestro famoso en Israel, y ¿no lo sabes? Te aseguro que nosotros sabemos lo que decimos, porque lo hemos visto; pero ustedes no creen lo que les decimos. Si no me creen cuando les hablo de las cosas de este mundo, ¿cómo me creerán si les hablo de las cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo, sino solamente el que bajó de allí, es decir, yo, el Hijo del hombre.
»Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto, y del mismo modo yo, el Hijo del hombre, tengo que ser levantado en alto, para que todo el que crea en mí tenga vida eterna.
»Dios amó tanto a la gente de este mundo, que me entregó a mí, que soy su único Hijo, para que todo el que crea en mí no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no me envió a este mundo para condenar a la gente, sino para salvarla.
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