Allá por 1811, en el actual Rosales había un cura muy querido, inmiscuido en chismes tanto religiosas como civiles, por eso tenía enemigos.

Don Tomás, al ser reprendido por el cura por enredarse en amoríos con una joven; acusó al párroco de conspirar contra el gobierno. Iniciándose así una investigación contra el cura Carrasco.

La gente comenzó a rumorar, incluso acusando al párroco de asesino.

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Corría el año de 1842. En un pueblito llamado “La Punta”, cerca de la ciudad de Querétaro, capital del estado del mismo nombre, nació una niña llamada Leonarda Emilia Martínez. Debido a la temprana muerte de su padre, desde pequeña se dedicó a robar a los ricos, para después dárselo a los pobres.

Cuenta la leyenda que ella era la dama de compañía de la Emperatriz Carlota, la esposa de Maximiliano de Habsburgo. Entre las fiestas y los eventos de los emperadores, Carlota conoció a un capitán francés llamado José Joaquín Ortiz, del cual quedó perdidamente enamorada.

En la década de 1860, el ambiente era un poco tenso, gracias a la rivalidad entre Maximiliano y Benito Juárez. Lamentablemente, el general José fue aprehendido y condenado a muerte. Su amado José Joaquín fue fusilado, y la Carambada juró venganza.

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A principios del siglo XX, una mujer de un pueblo de la Costa Grande, en el estado de Guerrero, conocida por todos como Elena, había pasado años atesorando monedas de oro. Su sueño era viajar al Vaticano para visitar al Papa, elevar su fe y compartir su devoción. Finalmente, el día llegó, y con su corazón palpitante de emoción, se preparó para partir.

Era un amanecer fresco cuando Elena salió de su hogar. El sol aún dormía, oculto en el horizonte, y la luna apenas se dejaba ver, dejando un manto de oscuridad en la playa. Con un candil de petróleo en mano, iluminó su camino mientras la espuma del mar guiaba sus pasos. 

Caminó durante horas, acompañada solo por el canto lejano de las gaviotas y el murmullo del océano. Sin embargo, la paz de la mañana pronto se tornaría en pesadilla.

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El Parque La Piedra Lisa, ubicado en Colima, es conocido por su roca que simula un tobogán debido a su cara perfectamente pulida y su inclinación ideal para que las personas puedan subir a ella y deslizarse. Sin embargo, esta atracción natural guarda una trágica historia que pocos conocen.

Hace ya un tiempo, en la ciudad vivía una mujer que tenía una hija muy bella, tan bella que no quería compartirla con nadie más, así que la mantenía cautiva en casa. Un buen día se enfrentó con el deseo de la joven por salir e irremediablemente terminó en una desgracia.

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Mito, leyenda o realidad, la historia de la Difunta Correa no solo ha trascendido en tiempo sino también en espacio, ya que muchos años después de sucedido su primer milagro, su historia ha llegado a rincones alejados.

Su nombre real era Deolinda Correa y vivía con su pequeño hijo y su marido, Clemente Bustos, en el pueblo de Angaco, provincia de San Juan en Argentina. La vida que llevaban junto al recién nacido era tranquila y hermosa, según dicen, hasta que alrededor de 1840 lo reclutaron a Bustos para ir a pelear en el enfrentamiento de unitarios y federales.

Deolinda se negó a continuar una vida sin su marido: decidió preparar alforjas con dos “chifles” de agua y provisiones, cargar a su hijo y emprender viaje hacia el encuentro de Bustos. 

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Hace muchos años, en el siglo XVII, unos mineros de Zacatecas de la zona de Concepción del Oro, quisieron agradecer a Dios el privilegio de contar con tantas minas y arroyos de donde extraer ricos minerales. Se organizaron a fin de recolectar oro y mandar hacer un crucifijo con un Cristo que tuviese el tamaño natural.

Cuando se reunió el oro suficiente, lo enviaron a la ciudad de Saltillo para que lo hiciera un escultor. Los mineros, junto con otros creyentes, pensaban hacer una peregrinación con el Cristo, desde Saltillo hasta Mazapil, donde se encontraba la mina en que trabajaban.

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Una leyenda de Aconchi, Sonora, relata que en cierta ocasión llevaron al templo de San Pedro y San Pablo un Cristo blanco, que originalmente estaba destinado al templo de la población de Arizpe, pero como los hombres que lo llevaban se encontraban muy cansados, decidieron hacer un alto en Aconchi, a fin de restaurar fuerzas.

Varias veces los habitantes del pueblo mandaron traer un nuevo Cristo desde España, de donde procedía el anterior, pero siempre se rompía en el traslado, y nunca llegaba al pueblo.

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Donde hoy se levanta la ciudad de Izamal, Yucatán, hace muchos años arribó un grupo de peregrinos conocidos como los Itzáes. Habían navegado y caminado mucho para llegar hasta allí, pero tenían paz en su corazón, porque los guiaba un sacerdote bondadoso y sabio conocido como Zamná, al cual la Reina del continente Atlante le había confiado. 

Zamná llegó a esa tierra sin ríos ni montañas; era la tierra señalada por la Reina, pero no encontraba el agua que ahora necesitaba y tuvieron que buscar ayuda de fuentes misteriosas.

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El Silbón es un ser siniestro que habita los llanos venezolanos y colombianos, persiguiendo a quienes transitan por allí. Es posible identificarlo por su tétrico silbido que asemeja la escala musical (do, re, mi, fa, sol, la, si).

Es un personaje muy engañoso, pues si el sonido se siente cerca, es porque está lejos y, si se oye a la distancia, es mejor huir.

Se trata de una figura delgada y muy alta, algunos dicen que mide hasta tres metros, que carga un saco con huesos y ocupa un gran sombrero.

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En el corazón del barrio de San Román, en la ciudad de Campeche en el sureste mexicano, corría el susurro de una leyenda que helaba la sangre de quienes se atrevían a hablar de ella.

La Cueva del Toro, un oscuro y misterioso lugar que se erguía en plena naturaleza, guardaba secretos inimaginables. Sus bramidos, resonantes como un trueno, eran la advertencia de un horrendo ser que, en las noches más oscuras, salía a cazar: un toro monstruoso con la capacidad de transformarse en un apuesto caballero cuando la luna asomaba su rostro plateado.

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