A finales de los años 80, Santander, una ciudad costera conocida por su apacible vida marinera y sus encantadoras vistas al mar Cantábrico, se vio envuelta en una nube de terror. Las calles, normalmente bulliciosas con ancianos paseando junto a las playas y niños jugando en los parques, se tornaron sombrías mientras el miedo se apoderaba de la comunidad. Bajo esta apariencia de normalidad, un oscuro depredador acechaba en silencio, esperando su momento para desatar el horror. Esa tranquilidad habitual fue rota por los atroces crímenes de José Antonio Rodríguez Vega, el hombre que convertiría la calma de Santander en un recuerdo distante.

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