El inicio de la historia de Daniel en la Biblia, parece poco prometedor. Un conflicto político, sometimiento militar y como resultado, siendo apenas un adolescente, está preso en el exilio. Lejos de su familia y sufriendo presiones de todo tipo.
Frente a esta realidad solo tiene dos opciones. Rendirse o luchar. Daniel eligió la segunda, y luchó, su fe se agigantó en medio de las adversidades y llegó a estar en la cumbre de las esferas académicas y políticas de su época.
De eso se trata, de imponerte ante las dificultades y luchar, aferrarte a Dios y sus principios, trabajar duro, estudiar, no dejarte intimidar por los muros de imposibilidad que se levantan. Como lo hizo José, quien dejó su amada tierra peruana, y vino en busca de sus sueños. Trabajó lavando platos pero hoy es dueño de su propio restaurante, o como Patricia que aunque muchos le decían que era imposible hacerlo porque era indocumentada, siguió adelante y abrió su propia pastelería, o Paco, el taxista de Mexico que hoy tiene aquí su taller mecánico. Y también Darío, que sigue peleando por concretar sus sueños.
Esa es la vida de los inmigrantes, los que no se dejaron intimidar, de los que han hecho historia, los que buscaron la alternativa correcta sin quebrar sus valores, los que pusieron a Dios y su familia en primer lugar. Los que no iban tras el dinero fácil, sabiendo que perdura aquello por lo que se trabaja.
Y cuando hablo con ellos me inspiran a seguir luchando, se renuevan en mi los valores de mi tierra caribeña y me siento feliz comiendo chile junto a un amigo mexicano o arepas con un paisa o green beens con mi vecino americano. Y ando por estas tierras del norte con la frente alta, sabiendo que Dios no hace acepción de personas, porque él; él ama a los extranjeros. A los extranjeros como tú, y como yo.