Y en un acto, quizás, de masoquismo sentimental, comencé a revisar mis fotos y me detuve en una de ellas, la mas especial, una que nadie ha visto, sólo yo…está vieja, no porque haya perdido sus colores, sino porque nunca fueron muy vivos. Fue uno de esos días raros en los que no puedes reír aunque quieras.
Quisiera mostrarte esa foto pero no puedo, la tomé con mis ojos, enfoqué muy bien mi mirada y fotografié a mis padres. Luego tomé la foto y la guardé en ese lugar especial al que llamamos recuerdos.
Y allí estaba yo, despidiéndome de mis viejos e intentando convencerlos de que los volvería a ver muy pronto. Que ingenuidad la mía, ellos me conocen, ellos hicieron de mi quien soy, ellos sabían que mi declaración optimista era sólo un intento por secar sus lágrimas.
Entonces los abracé, con ese abrazo largo en el que te quieres fundir con la gente que amas. Ese abrazo en el que dices a gritos:
–¡Vengan conmigo! ¡No quiero dejarlos, vengan por favor!
Aunque si hubiese podido leer el abrazo de ellos, con toda certeza me estarían diciendo.
–¿Qué haces hijo? No te vayas, tengo miedo de envejecer sin verte, de no ver crecer a mis nietos ¿Quién nos visitará en navidad? No te vayas, ya verás cómo nos arreglamos todos aquí.
Me costaba mucho hablar y mantenerme fuerte, era casi imposible dominar mis sentimientos, y quizás por ello al abrir mi boca yo volvía con mi poco convincente consuelo al decirles:
–Nos veremos pronto ma.
Y ella, como para mimar a su hijo más pequeño, volvía a decirme:
–Sí mijo, ve con Dios, todo va a estar bien, ya verás que nos vamos a ver muy pronto.
Esa tarde, los vi subir al tren si saber siquiera si volvería a abrazarlos algún día. Les dije adiós, ese adiós que tiene sabor a último y que duele desde adentro. Y los miré mientras pude hasta que se perdieron dentro del oscuro vagón lleno de hollín y rostros poco entusiasmados. Esperé a que la estrepitosa máquina se perdiera en la distancia dejando sólo el sonido ronco de su gastado silbato…
Han pasado los años y aquel día sigue ahí como a la vuelta de cada esquina. ¿Y yo?… yo aun me siento endeudado con mis viejos. No hablo de una mala deuda, no hablo de esas que pesan y molestan, es una deuda diferente, de esas que dan sentido y que me ayudan a estar enfocado.
Hoy, de alguna manera trato de compensarlos…con algo de dinero cada mes, algunos regalos especiales, llamadas telefónicas y algunas fotos de los nietos…pero sé que no es suficiente, mi corazón sabe que le debo besos a mis viejos, les debo chistes, largas charlas de sobremesa, le debo al gusto de mama de acariciarme la cabeza y regañarme por mis imprudencias… le debo el derecho a mi viejo de demostrarme su experiencia con un consejo… sí, sé que les debo. Por ello, a pesar de la distancia, un mandamiento de la ley de Dios me sigue desafiando: Hijo, honra a tu padre y a tu madre.
No quiero permitirme que el tiempo y la distancia hagan un abismo entre mis padres y yo. Por ello, cada día los pienso y me repito: el amor puede acortar cualquier distancia y cruzar cualquier frontera.
(Hola Daniel... Yo también soy inmigrante. Yosvany R Garcia)