El Museo del Louvre, el más visitado del mundo, cerró de forma inesperada a comienzos de esta semana debido a una huelga de su personal.
Los trabajadores encargados de la recepción, vigilancia y atención al público, decidieron detener sus actividades para denunciar las “condiciones insostenibles” que, dicen, enfrentan en su actividad de cada día.
El principal reclamo gira en torno al “sobreturismo”, que desbordó la capacidad del museo y deterioró tanto su infraestructura como el bienestar del personal.
Miles de personas que tenían previsto ingresar ese día fueron sorprendidas por la decisión y debieron esperar frente a las puertas cerradas del museo, sin información oficial, bajo la emblemática pirámide de cristal.
La experiencia de muchos de los turistas se resume en aglomeraciones, calor, empujones y una breve y frustrante visión de las obras más famosas, como la Mona Lisa.
Para los empleados, la situación llegó a un límite: denuncian escasez de personal, instalaciones precarias, baños insuficientes y riesgos para las obras debido a filtraciones y fluctuaciones térmicas.
Este episodio plantea interrogantes más amplios sobre la sostenibilidad del turismo global, el cuidado del patrimonio y la dignidad del trabajo en el ámbito cultural.
¿Es el turismo masivo una amenaza para el patrimonio cultural? ¿Dónde se traza el límite? ¿Qué papel tienen los gobiernos en proteger no solo los bienes culturales, sino también a quienes los preservan día a día?