Es imposible minimizar el dolor que provoca una infidelidad. No es solo una herida emocional; es una fractura del ser que socava la identidad, dejando a la persona reducida a una vergüenza paralizante. Se trata de un tipo de dolor que no solo lacera la confianza, sino que hiere el núcleo mismo del sentido de dignidad y pertenencia.
Al conversar con otros hombres sobre este tema, emerge una realidad alarmante: la infidelidad, lejos de ser un desliz sin consecuencias, a menudo se convierte en el detonante de actos de violencia extrema. En este país, los casos de feminicidio siguen aumentando, y muchas veces están ligados a dinámicas posesivas disfrazadas de amor, a egos que no soportan el rechazo, y a mentes que no han aprendido a elaborar el dolor desde la razón, sino desde el instinto primitivo de dominio.
Este fenómeno no se detiene en la esfera íntima. Por eso, urge elevar el nivel de esta conversación. Porque hemos normalizado, incluso celebrado, la infidelidad masculina como un supuesto síntoma de virilidad. Y esa idea es no solo errónea: es profundamente destructiva.
Una persona infiel no es más poderosa ni más deseable. Es, en el sentido más claro, una persona desintegrada moralmente. El primer colapso que la infidelidad revela es el de la estructura ética del sujeto. La falta de integridad no se limita al acto de traicionar, sino que desencadena una espiral descendente: deteriora la capacidad de tomar decisiones acertadas, debilita la autopercepción, embota la conciencia y deforma el juicio.
La infidelidad atrofia el pensamiento reflexivo. Es un acto que, aunque a menudo premeditado, empuja a actuar desde el cerebro reptiliano —ese sector primario que reacciona desde la impulsividad— y no desde la neocorteza racional que permite ponderar consecuencias, empatizar, construir.
Y está, además, el factor del autoengaño. Quien miente reiteradamente al otro necesita primero mentirse a sí mismo. Esta negación de la realidad, cuando se vuelve hábito, tiene un poder disociativo devastador. La mente comienza a operar dentro de un circuito de justificaciones, racionalizaciones y distorsiones, que impide ver con claridad. El sujeto pierde progresivamente la capacidad de reconocerse en sus propios actos. Y lo más grave: pierde la capacidad de detenerse.
La infidelidad no es una “falla en el amor”; es un síntoma de colapso interno. Y si no se aborda con seriedad, puede escalar hacia niveles de deshumanización alarmantes. Por eso, necesitamos una cultura emocional y moral más elevada, especialmente entre hombres. No basta con condenar el feminicidio si no señalamos sus raíces invisibles: la banalización de la traición, la glorificación de la irresponsabilidad afectiva, y la falta de modelos masculinos que integren poder con ética, deseo con dignidad.
Elevemos la conversación. No solo para proteger a quienes sufren, sino para recuperar algo más profundo: nuestra capacidad de ser plenamente humanos en nuestras relaciones. Porque cuando se destruye la fidelidad, no solo se hiere al otro: se desfigura el rostro del ser que uno está llamado a ser.