El pecado es una realidad que todos compartimos. La Biblia declara con claridad: “por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). No es simplemente una lista de errores, sino una separación del propósito divino, una distancia entre el corazón del hombre y el corazón de Dios.
A veces tratamos de minimizar el pecado, compararnos con otros o justificar nuestras acciones. Pero el pecado no se mide por grados humanos, sino por la santidad de Dios. Y ante esa santidad, nadie queda exento.
Sin embargo, la historia no termina ahí. Dios no nos deja en nuestra culpa. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Esta es la esencia del Evangelio: Jesús vino no a condenar, sino a salvar. El pecado es grave, sí, pero la gracia de Cristo es infinitamente mayor.
El verdadero arrepentimiento no solo reconoce el error, sino que se vuelve hacia Dios, buscando restauración, perdón y una nueva vida. Porque en Cristo, incluso las manchas más profundas pueden ser lavadas por su sangre.