EL GATO, Relato de Mark Schindler.
Determinar qué fue aquella visita entre mis sábanas, qué extraña perturbación sensorial, pálida y gélida del frío mes de diciembre, es cuestión con respuesta tal vez solo para loqueros o santeros, pues alguien con razón y de este plano bien pudiera llegar a una conclusión única: este hombre es un loco.
Ni fieras salvajes de la estepa castellana, ni franceses refinados con sus afiladas armas me dieran tanto temor, tanta angustia como aquella nocturna visita. Sí, fue solo una noche con su amanecer, pero aún lo recuerdo como largo pasaje que paraliza mi alma y aumenta la frecuencia de los latidos de mi corazón. No me atrevo, si despierto aun en las últimas horas tenebrosas antes del sol, a levantarme en la oscuridad para preparar el día; en lugar de eso, alcanzo con mano temblorosa de debajo de la almohada el rosario que en su tiempo me regalara mi difunta madre y lo aprieto con fuerza rogando a los cielos que no ocurra nada. Hago preludio a la claridad con música de castañetear de dientes, y tenso, aguardo a la luz del alba intentando no aparentar que estoy despierto y aterrado.
Recuerdo bien cómo sucedió todo…
Tras apagar la vela de la estancia, dejando se consumieran las última ascuas de la chimenea, el ulular del viento y los crujidos de las maderas eran mi única compañía en el aquel viejo lugar. Debía esperar unos días al señor Luis Olmedo, amo prácticamente de todo en derredor en la comarca, menos de estos olivares. Decidí vendérselos por no tener recursos para su mantenimiento y sacar así unas cuentas monedas con las que reformar mi casa en Toledo. Las fuertes lluvias retrasarían nuestra cita una jornada y tuve que hacer noche allí, en la pequeña habitación que mi bisabuelo se había construido en el olivar para ahorrarse ir al pueblo cuando se le hacía demasiado tarde faenando en los campos. Sumamente cansado, con los fuertes silbidos del viento en mitad del monte como compañía ingrata, intenté conciliar el sueño en unas viejas
sábanas que olían a las ramas de romero que sobre ellas descansaban, secas ya.
Habiendo dormido un par de horas, con los huesos molidos por lo duro del camastro, algo turbó mi descanso.
Noté un extraño crujir, como de crepitar de lumbre, y abrí los ojos. Agucé el oído: había comenzado a llover. La estancia parecía en calma, y entonces lo vi.
Las sábanas y raídas mantas con las que estaba arropado empezaron a deslizarse hacia abajo, como si algo estuviera tirando de ellas desde los pies de la cama. Sabiéndome en vigilia, que no sueño, mis ojos se abrieron más, y el latir de mi corazón empezó a acelerarse por instantes.
Palpitaba cada vez con más fuerza, al mismo tiempo que las sábanas seguían deslizándose lentamente, mi respiración sonaba como la de un hombre a punto de ser guillotinado, agitada por falta de aliento.
Un miedo aterrador me paralizó; ni siquiera hice ademán de agarrar las telas y ponerlas de nuevo en su sitio, como... como para no molestar a quien las estuviera agarrando. Hasta tal punto yo, un soldado curtido en mil frentes, me encontraba aterrorizado y sobrecogido. Miré la puerta de la salida, que quedaba a unos cinco metros de la cama, y asumiendo mi hombría, me armé de valor para desarroparme por entero de un movimiento y salir presto hacia
ella. Cayéndome por el impulso y la rapidez, un trozo de astilla se clavó profundamente en mi rodilla, por lo que un pequeño reguero de sangre comenzó a bañar mi pierna izquierda.
Ya afuera, guareciéndome de la lluvia en el metro escaso que me daba el alero del tejado
y, con el corazón saliéndoseme por la boca, me reincorporé y sellé la puerta con uno de los maderos húmedos que yacían junto a la entrada para hacer leña.
Suspiré hondo y traté de recobrar el resuello con grandes bocanadas de aire, ya mojados mis cabellos y mis ropas, y con gran sigilo, me asomé al ventanuco para determinar cuál había sido la causa de aquel incidente…
Las pocas ascuas dejaban entrever la habitación vacía de cualquier presencia. El ulular del viento golpeaba fuerte mi maltrecho oído izquierdo. Deshonrado por mi actitud, imaginándome siendo visto por los hombres a los que yo mandé en mi compañía, me avergoncé de mí mismo.
Retiré el madero y volví adentro. Encendí un pequeño fuego, y no pude más que llegar a la conclusión de que había sido algún mal sueño, o cosa extraña pero comprensible tras unas horas de análisis. Quise volver a coger el sueño leyendo alguno de los viejos libros que por allí estaban —todos de gusto medio para mí— y empecé a ojear España sagrada. Teatro geográfico-histórico de la Iglesia de España, del fraile agustino Enrique Flórez. “Sin duda, esto debe ser un soberano
hastío y me dormiré pronto”, pensé. De repente, escuché un sonido familiar y todo cobró sentido: ¡un gato! Debajo de la cama, escuché el maullido fino de ese animal. Estaba claro que había sido él quien en la oscuridad de esta noche inclemente, de la soledad de este monte de olivos y tierras secas, de esta extraña y angustiosa espera de cese de tormenta y frío, había tímidamente agarrado las sábanas y mantas para cobijarse.
El ulular ya no era tan terrorífico, y esbocé una sonrisa. Esta, por descontado, sería graciosa historia para el futuro. Me agaché con idea de mirar y tranquilizar al pobre animal. Me moví lentamente para no asustarlo, y comencé a bisbisear para ganarme su confianza y hacerle ver que todo estaba bien… Pero mi corazón empezó a desbocarse de nuevo cuando todo cobró de nuevo un demoniaco e infernal sentido: el maullido del gato seguía, pero allí no había nada.
¡Nada!
Con la rodilla aún sangrante, me levanté y comencé a inspeccionar todo mi alrededor. El maullido era cada vez más profundo, más chirriante, más enojado. Di vueltas sobre mí mismo buscando al demoníaco ente que ya no maullaba, sino que bufaba enfurecido, mientras mi corazón cada vez palpitaba con más y más fuerza, con más y más ímpetu; casi podía escucharlo mezclándose con la agresividad de los sonidos del felino aparecido desde el averno. De repente
sobre la pared, proyectada por el fuego del hogar, se dibujó la imagen de un ser de un metro a lo sumo, no más, jorobado, que se paseaba por la habitación.
Mi corazón me golpeaba el pecho con clara intención de salir huyendo.
Me refugié de cuclillas detrás de un baúl, y empezaron a escucharse grotescas carcajadas por todos los rincones, como si multitud de seres me hubieran estado observando en todo momento. El viento azotó con fuerza el ventanuco y lo abrió, dejando paso a la lluvia y la hojarasca… El fuego se extinguió, y en la sala solo quedamos yo, el extraño ente y las risas.
Me arrastré y, como alma que quiere alejarse del Maligno, salí de mi escondrijo
golpeándome con algún mueble. Casi a tientas encontré el pomo de la puerta, y montando mi caballo sin ensillar, que estaba en una más que pequeña caballeriza a unos metros, empapado, a medio vestir y con el pulso golpeándome la piel en terribles latidos, me alejé de aquella casa
maldita, de aquellos olivos, de aquella noche de terror, de aquel diablo disfrazado de gato invisible y de sus infrahumanos espíritus amigos que habían decidido observarlo todo.
Aún hoy, cuando cae la noche, temo que algo vuelva a tirar lenta, suavemente de mis sábanas…
El Gato. Mark Schindler.