ZORBA EL GRIEGO.
Nikos Kazantzakis.
Narrador, poeta y dramaturgo griego cuyas novelas gozan de gran popularidad. En 1906, fecha en que escribió la primera de ellas, La serpiente y el lirio, y su primera obra teatral, Apunta el día, se doctoró en derecho en la Universidad de Atenas.
ZORBA EL GRIEGO.
Me encontré con él por vez primera en El Pireo. Había bajado yo al puerto para embarcarme con destino a Creta. Era un amanecer lluvioso. Soplaba fuertemente el siroco; hasta el cafetín portuario llegaban las salpicaduras del olea¬je. Las puertas vidrieras estaban cerradas, el local olía a emanaciones humanas y a infusión de salvia. Afuera hacía frío; el aliento empañaba los vidrios. Cinco o seis marine¬ros, que habían estado en vela toda la noche, abrigados con blusas de piel de cabra, bebían café o salvia y contemplaban el mar a través de los turbios cristales. Los peces, aturdidos por la violencia del oleaje, habíanse refugiado en las aguas tranquilas de las profundidades y esperaban que arriba rena¬ciera la calma. Los pescadores aglomerados en los cafés aguardaban, también, que amainara la borrasca y que los peces, tranquilizados, asomaran a la superficie y mordieran los anzuelos. Los lenguados, racazos y rayas regresaban de sus expediciones nocturnas. Amanecía.
La puerta vidriera se abrió dando paso a un trabajador del puerto, rechoncho, atezado, de cabeza descubierta, descalzo, embarrado.
–¡Hola, Kostandi! –gritó un viejo lobo de mar envuelto en una capa grisazulada– ¿qué es de tu vida, viejo?
Kostandi escupió.
–¿Qué quieres que sea? –respondió ásperamente–. Por la mañana, a la taberna, por la noche, a casa. ¡Por la mañana, a la taberna, por la noche, a casa! Ésa es mi vida. ¡Trabajar, nada!
Algunos se rieron, otros se encogieron de hombros echan¬do juramentos e imprecaciones.
–El mundo es cárcel perpetua –afirmó un bigotudo que estudiara filosofía en Karagheuz –, sí, señor, cárcel per¬petua. ¡El demonio se la lleve!
Un suave fulgor azul verdoso iluminó los vidrios sucios y penetró en el café. Avanzó prendiéndose a las manos, a las narices, a las frentes, saltó al cinc del mostrador y puso una lucecita en las botellas. Las bombillas eléctricas daban ya una luz muy débil, y el tabernero, soñoliento luego de haber pasado esa noche en vela, alargó la mano y la apagó.
Hubo un instante de silencio. Todas las miradas se alza¬ron para observar afuera la aparición del día nebuloso. Oyé¬ronse las olas que rompían rugientes y, dentro del local, el borboteo de algunos narguiles.
El viejo lobo de mar suspiró:
–¡Decidme! ¿Qué habrá sido del capitán Lemoni? ¡Que Dios le ayude! –Echó una mirada severa hacia el mar.
»–¡Hu! ¡Maldito creador de viudas! –exclamó mordién¬dose el bigote gris.
Yo estaba sentado en un rincón, sentía frío y pedí salvia por segunda vez. Tenía deseos de dormir. Luchaba por vencer el sueño, la fatiga y la tristeza de ese amanecer. Mi-raba tras los vidrios empañados el despertar del puerto, con el clamor de todas las sirenas, los gritos de los carreteros y barqueros. Y a fuerza de fijar en él la vista, una red oculta, tejida por el mar, la lluvia y la inminente partida, me estrujó el corazón con sus apretadas mallas.
Había posado la mirada en la proa negra de una embar¬cación grande; el resto del casco se perdía aún en la sombra. Llovía y yo estaba viendo cómo los hilos de la lluvia unían el cielo con el lodo del muelle.
Contemplaba el barco negro, las sombras y la lluvia; en tanto, la tristeza de mi ánimo se acrecentaba. Acudían a mí recuerdos de otras horas. En el aire húmedo, hecho de lluvia y de congoja, se iba reconstruyendo el rostro del amigo que¬rido. ¿Fue el año pasado? ¿Fue en otra vida? ¿Ayer? ¿Cuán¬do estuve yo en este mismo puerto para despedirlo? También llovía aquella mañana, lo recuerdo, y el frío y el amanecer melancólico también nos acompañaban. Yo, entonces como hoy, sentía el corazón angustiado.
¡Qué amargura la de separarse lentamente de los seres que han ganado nuestro afecto! Más vale cortar por lo sano, quedarse uno en su soledad, que es el ambiente natural del hombre. Sin embargo, aquella mañana lluviosa, yo no podía separarme de mi amigo. (Más tarde comprendí ¡ay, demasia¬do tarde! la razón de tal resistencia.) Había subido al barco con él y estaba sentado en su camarote, entre valijas des¬parramadas. Yo lo observaba largamente, con insistencia, mientras mi amigo atendía a cualquier otra cosa, como si me hubiera propuesto anotar en la memoria cada uno de sus rasgos: los ojos luminosos de color verde azulado, el joven rostro carnoso, la expresión distinguida y distante, y, por sobre todas las cosas, las manos aristocráticas de afilados dedos.
En cierto momento, advirtió cómo lo examinaba mi mira¬da, ávida y lenta. Se volvió con la expresión burlona con que solía disimular sus emociones. Me miró a su vez. Y para disipar la tristeza de la separación:
–¿Hasta cuándo? –me preguntó sonriendo irónico.