Soy Pedro Rondoletto, nací en Tucumán el 1 de noviembre de 1920.
Durante mi juventud, jugué al fútbol en los clubes Central Córdoba y San Martín.
Entre a trabajar a la editorial y librería La Raza y ahí conocí a María Cenador, hija del dueño de la imprenta, nos enamoramos y nos casamos en 1947. Tuvimos tres hijos: Marta, Silvia y Jorge.
La casa donde vivíamos tenía dos plantas; en la de abajo estábamos con mi hija Silvia y en la de arriba estaban Jorge y su esposa Azucena. Remodelamos un costado de la casa como un local en el que instalamos con mi socio Gramajo, una imprenta chica dedicada a papelería comercial y a la encuadernación, trabajo que hacía mi esposa, María, oficio que había estudiado en la universidad.
Mis tres hijos, además de trabajar y estudiar, militaban políticamente, lo cual para mí era medio sorprendente, pues nunca percibí la política como algo cercano a mi realidad. María y yo nunca hablábamos de política. Al que más lo ubicaba era a Celestino Gelsi, un gobernador radical que apareció con la caída del peronismo en el 55, y mi mujer se inclinaba por la Democracia Cristiana. Nunca entendí de dónde los chicos habían salido peronistas, tantos años después.
El 2 de noviembre de 1976, entre las 2 y 3 de la tarde, un grupo compuesto de más o menos 30 hombres armados pertenecientes a la V Brigada de Infantería bloquearon la cuadra y entraron a la imprenta. Los hombres vestían de civil, con medias de nylon cubriendo sus rostros, y portaban armas cortas y largas y todos tenían voz de mando como los del Ejército. Al identificarme, uno de ellos me golpea brutalmente y así me llevan al interior de la casa donde ya se encontraban mi esposa y mi hija Silvia, también rodeadas de militares. Simultáneamente, un tercer grupo de encapuchados trajo del departamento de arriba a mi hijo Jorge y a mi nuera Azucena Bermejo quien ya tenía un embarazo de cuatro meses.
Luego de aproximadamente 35 minutos, nos sacan de la casa, con los ojos vendados y bolsas sobre nuestras cabezas. A María y a mí nos metieron en un auto del estado, y a los chicos, en un auto negro. Antes de partir, uno de los hombres le dijo mi socio que tenía veinticuatro horas para cerrar la imprenta… o le pondrían una bomba.
Los secuestradores se apoderaron de todas las pertenencias que encontraron. Durante varios días la casa estuvo siendo saqueada, y se quedaba un hombre a custodiarla. También sustrajeron los dos automóviles de la familia, un AMI 8, de mi propiedad y un Citroën 3 CV propiedad de mi hijo Jorge. Mi auto fue entregado como gratificación por el Comisario Roberto ALBORNOZ a un Sargento que iba a jubilarse y que nos había custodiado en la Jefatura de Policía.
Luego nos pasaron a la cárcel de Villa Urquiza y finalmente al Arsenal Miguel de Azcuénaga, donde fui fusilado junto a mi hijo Jorge. Nos habían sacado del recinto de detención y entregados al Primer Alférez Roberto Barraza, quien junto al Teniente Coronel Cafarena y dos o tres gendarmes más, nos conducen al borde de una fosa. Cafarena da la orden de disparar y luego de caer, nos arrojan encima ramas, llantas, aceite y gasoil, y nos prenden fuego. Yo permanezco aún con vida cuando me arrojan otra rueda de tractor y le prenden fuego. El Ex gendarme Antonio Cruz pide a Barraza que me mate, pero éste se niega, dejándome morir quemado.
Cuarenta años después, en 2016, partes de los restos de mi familia fueron encontrados por el CAMIT, en el Pozo de Vargas e identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Un año después identificaron mis restos, también, extraídos del Pozo de Vargas.
Memoria, verdad, justicia.