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“El muchacho es una catástrofe; pero eso no es razón para no encontrarlo interesante como personaje y como destino. La manera en que las circunstancias le han permitido que el insondable resentimiento, el profundo y lacerante afán de venganza del inútil, del imposible, del diez veces fracasado, del extremadamente vago, del asilado a perpetuidad, del incapaz de trabajo alguno y del artista rechazado de medio pelo, en definitiva, del total y absolutamente malogrado, se vincula a los sentimientos de inferioridad (mucho menos justificados) de un pueblo derrotado que no acierta a sacarle partido alguno a su derrota y que solo aspira a recomponer su ‘honor’; la manera en la que él, que no ha aprendido nada, que debido a una arrogancia difusa y obcecada se ha negado a aprender nunca nada; desarrolla precisamente eso que se necesita para establecer esa vinculación, una elocuencia de pésima categoría, pero efectista para las masas; una herramienta toscamente histérica propia de comediante, con la que hurga en la herida de su pueblo, lo conmueve al anunciarle su grandeza ofendida, lo aturde con promesas y convierte la enfermedad anímica de la nación en el vehículo de su grandeza, de su ascenso a unas alturas de ensueño, a un poder ilimitado, a unas satisfacciones excesivas y monstruosas, a una gloria y a una espantosa santidad de tal dimensión que todo aquel que haya pecado alguna vez contra su bajeza, pasa a convertirse en candidato a muerte.”
Thomas Mann, 1939, a propósito de Adolf Hitler.
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“El muchacho es una catástrofe; pero eso no es razón para no encontrarlo interesante como personaje y como destino. La manera en que las circunstancias le han permitido que el insondable resentimiento, el profundo y lacerante afán de venganza del inútil, del imposible, del diez veces fracasado, del extremadamente vago, del asilado a perpetuidad, del incapaz de trabajo alguno y del artista rechazado de medio pelo, en definitiva, del total y absolutamente malogrado, se vincula a los sentimientos de inferioridad (mucho menos justificados) de un pueblo derrotado que no acierta a sacarle partido alguno a su derrota y que solo aspira a recomponer su ‘honor’; la manera en la que él, que no ha aprendido nada, que debido a una arrogancia difusa y obcecada se ha negado a aprender nunca nada; desarrolla precisamente eso que se necesita para establecer esa vinculación, una elocuencia de pésima categoría, pero efectista para las masas; una herramienta toscamente histérica propia de comediante, con la que hurga en la herida de su pueblo, lo conmueve al anunciarle su grandeza ofendida, lo aturde con promesas y convierte la enfermedad anímica de la nación en el vehículo de su grandeza, de su ascenso a unas alturas de ensueño, a un poder ilimitado, a unas satisfacciones excesivas y monstruosas, a una gloria y a una espantosa santidad de tal dimensión que todo aquel que haya pecado alguna vez contra su bajeza, pasa a convertirse en candidato a muerte.”
Thomas Mann, 1939, a propósito de Adolf Hitler.
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