PDF @ https://forestdhamma.org/books/espanol-spanish-books
A principios de 1964, después de dos inspiradores años sirviendo a Ajaan Khao, reanudé mis andanzas por las tierras salvajes del noreste. Tenía mi corazón puesto en presentar mis respetos a otros aclamados discípulos de Ajaan Mun que residían en la zona, ajaans como Ajaan Tate Desaraṁsī, Ajaan Fan Ācāro, Ajaan Khamdee Pabhāso y Ajaan Awn Ñāṇasiri. Así, me embarqué en una larga peregrinación para rendir homenaje a estos grandes maestros de meditación en los monasterios del bosque donde vivían. Durante dos años deambulé por etapas a través del paisaje del noreste, azotado por el viento y escasamente poblado, acampando bajo la sombra de los árboles y recibiendo comida de los pobres cultivadores de arroz que vivían a lo largo de mi ruta.
Cuando, en diciembre de 1965, empezaron a soplar vientos helados procedentes del norte, comencé a caminar hacia el sur, en busca del clima más cálido de las llanuras centrales. Pensaba volver a casa, a Chanthaburi. Me habían llegado noticias de que los problemas intestinales crónicos de mi madre habían empeorado progresivamente durante mi ausencia, y quería contribuir a su recuperación.
A mi regreso, retomé mi antiguo cargo de abad del monasterio de Khao Kaew. Esta vez estaba decidido a traer a mi madre al monasterio para que pudiera pasar conmigo el periodo de retiro de la estación de lluvias. Cuando noté que su estado parecía haber mejorado un poco, aproveché la oportunidad para abordar el tema con ella. Fui a su casa a ofrecerle la invitación. Cuando se mostró escéptica, le rogué que se uniera a mí en el monasterio para hacer méritos y meditar durante tres meses. Insistió en que estaba demasiado enferma para pasar tres meses fuera de casa. Intenté negociar con ella, sugiriéndole primero una estancia de dos meses y luego de un mes. Pero al final aceptó quedarse en el monasterio sólo diez días.
Desde el primer día, sentí que mi madre estaba molesta conmigo. Se resistía a que la ayudara a integrarse en la rutina monástica. Parecía que quería independizarse del estilo de vida que yo había elegido. Y pensaba que tenía buenas razones. Enseguida empezó a criticar lo que consideraba mi forma de hablar y mi comportamiento groseros.
Después de vivir solo y despreocupado en hábitats salvajes durante los últimos años, me sentía incómodo desempeñando de nuevo el papel de abad y actuando con el decoro habitual que se espera de un monje de mi antigüedad. Este mono salvaje que se había columpiado de rama en rama por la selva, sin obedecer a nadie y sin preocuparse de alabanzas o censuras, se enfrentaba ahora a las normas de la sociedad "civilizada". Libre de los dictados de las reglas y convenciones socialmente aceptables, había vivido en la selva exactamente como quería, sin obedecer a ninguna necesidad excepto las impuestas por el viento y la lluvia, y ciertamente no a las del mundo de los modales y costumbres comunes. Mis ropas estaban rotas y deshilachadas, carentes de color y frescura. Mis rasgos quemados por el sol, con las manos agrietadas y los pies gruesos y callosos, eran una monstruosidad. Mi forma de hablar era tosca, grosera y demasiado directa, sin gracia y ofensiva. El mono parecía grosero; no tenía modales en la mesa.
En las conversaciones cotidianas, a veces puntuaba mi discurso con expresiones pintorescas que algunos consideraban vulgares. Solía emplear un lenguaje grosero y soez y soltaba palabrotas en las discusiones del monasterio. Podía llamar a alguien "imbécil" o "maldito imbécil" según las circunstancias del momento. Si veía que alguien se portaba mal, podía gritarle: "¡Loco idiota!" o "¡Deja de hacer gilipolleces!" para despertarle y llamar su atención. Otros improperios que soltaba eran quizá demasiado vulgares para mencionarlos aquí...