Bienvenidos al Catálogo Divino, un espacio donde descubrimos historias que nos recuerdan que la fe y la razón, lejos de ser enemigas, son dos alas que nos elevan hacia la verdad.

Descubramos cómo la fe y el pensamiento se entrelazan en la gran aventura humana de buscar lo verdadero. La Iglesia recuerda hoy a varios santos y beatos cuyas vidas iluminan el camino del creyente. Entre ellos destaca un hombre que unió ciencia y fe con admirable coherencia.

En pleno auge del racionalismo europeo surgió un científico extraordinario, genio en anatomía, geología y cristalografía, que, tras desentrañar secretos de la naturaleza, descubrió que toda verdad apunta hacia Dios. Nacido en Copenhague y criado en un ambiente luterano, destacó desde pequeño por su inteligencia y su espíritu inquisitivo.

Su formación médica lo convirtió en una referencia científica en Europa. Descubrió el conducto de la glándula parótida que hoy lleva su nombre, y su pasión por comprender la creación lo llevó a afirmar que la belleza de las obras creadas debe conducir al Artista. Sus investigaciones lo llevaron hasta Florencia, donde grandes debates filosóficos y la belleza del arte despertaron en él una búsqueda más profunda.

En su estudio de fósiles, estratos y minerales formuló principios que serían pilares de la geología moderna. Sin embargo, mientras avanzaba científicamente, su corazón se abría cada vez más al misterio de la fe. La solemnidad del Corpus Christi en Florencia, con la multitud arrodillada ante el Santísimo, lo conmovió profundamente. Allí inició un camino interior que culminó en su conversión al catolicismo.

Su deseo de abrazar la verdad plena lo llevó a renunciar a honores y laboratorios, eligiendo seguir a Cristo completamente. Fue ordenado sacerdote y luego obispo, enviado como misionero a regiones donde el catolicismo prácticamente había desaparecido. Vivió con austeridad extrema, cercano a los pobres, caminando largas distancias para visitar enfermos y sostener pequeñas comunidades en medio de la oposición.

Su vida pastoral fue testimonio de caridad, paciencia y fidelidad. Aunque enfrentó rechazo, pobreza y desgaste físico, perseveró sin abandonar su misión. Falleció santamente en Alemania, dejando un legado de fe, ciencia y humildad que la Iglesia reconoció al declararlo beato. Su vida enseña que ciencia y fe no se oponen: cuando la razón es sincera, conduce al Creador, y cuando la fe es profunda, abraza la verdad allí donde se encuentra.

Su ejemplo invita a buscar la verdad con rigor y amor, recordando que el corazón humano solo halla descanso cuando se entrega completamente a Dios.

Beato Nicolás Stensen

Ruega por nosotros

Bienvenidos al Catálogo Divino, donde celebramos la vida de una de las santas más veneradas y necesarias en tiempos de incertidumbre y riesgo.

La Iglesia ha caminado siempre entre pruebas. La fidelidad, más clara en la oscuridad que en el aplauso, es la chispa que sostiene la fe. En esta memoria litúrgica, recordamos a santos que permanecieron firmes y cuya vida ilumina el camino de los creyentes.

Entre ellos brilla de manera especial la figura que hoy contemplamos. Su historia nos conduce al misterio de la entrega radical y de la fortaleza en medio del sufrimiento. Su vida, marcada por oposición y encierro, reveló una fe que creció precisamente donde se quiso apagar.

Nacida en un contexto donde el cristianismo era perseguido, vivió rodeada de cultos paganos y tensiones políticas. Su padre, hombre poderoso y temeroso de perder su control sobre ella, la encerró en una torre para preservarla del mundo y de la fe cristiana. Sin embargo, su confinamiento fue el lugar donde conoció la verdad: contemplando la creación y escuchando discretamente a maestros, su corazón descubrió al Dios único.

Su bautismo secreto selló una entrega total a Cristo. Desde entonces, su vida se volvió testimonio silencioso de oración y caridad. La triple ventana que mandó abrir en su torre fue expresión de su fe en la Santísima Trinidad, signo que desató la ira de su padre al descubrir su conversión.

Ante su confesión firme —“Mi vida es de Cristo”— comenzó para ella un camino de torturas y amenazas. Huyó milagrosamente de la muerte en una ocasión, pero finalmente fue entregada a las autoridades. El gobernador intentó hacerla renunciar, pero ella respondió con serenidad inquebrantable. Fue torturada, lacerada y quemada, pero Cristo la sanaba cada noche, sorprendiendo al pueblo y convirtiendo corazones.

Condenada a muerte, vivió el acto más doloroso: su propio padre se presentó como verdugo. La llevó a lo alto de un monte y la decapitó. Sin embargo, un rayo fulminó de inmediato al agresor, signo de justicia divina y origen de la protección que se le atribuye contra tormentas, explosiones y muertes repentinas.

Su vida se convirtió en emblema de valentía y fidelidad heroica. Su historia recuerda que el verdadero refugio no es una torre material, sino una fe fundada en la Trinidad. En un mundo que invita a ocultar la verdad cristiana, su ejemplo enseña a mantener la luz encendida aun cuando todo alrededor empuje a callarla.

Ella eligió a Cristo por encima de su seguridad, de su bienestar y de todo afecto humano que pretendió someterla. La torre y sus tres ventanas evocan la firmeza en la fe trinitaria y nos llaman a preguntarnos si nuestra propia fe resiste los “rayos” de la vida moderna: la presión social, la calumnia, las dudas, o el temor al futuro.

Quien ama a Cristo —como ella— no teme. Y ante ese amor, el mal retrocede. Su testimonio invita a buscar refugio en la fortaleza que proviene de Dios, donde ninguna tormenta puede apagar la luz de la esperanza.

Santa Bárbara

Ruega por nosotros

Bienvenidos al Catálogo Divino, donde cada vida de santidad es un mapa para nuestro camino.

El mundo vive crisis profundas y nos cuestionamos el liderazgo auténtico. La respuesta no está en el poder político, sino en la caridad que se entrega sin reservas. Así vivieron los santos que hoy recordamos, y entre ellos destaca un pastor cuyo ejemplo marcó a su pueblo.

Nacido en 1777, creció en una familia de fe sólida y sensibilidad cristiana. Desde niño mostró amor por la oración, la sencillez y la vida interior. Aunque tuvo una formación brillante, su mayor deseo fue el sacerdocio, al que entró en tiempos de guerras napoleónicas.

Su fe se fortaleció ante cada dificultad. Era buscado por su dulzura como confesor y por su sabiduría al enseñar Teología Pastoral. Creía que el sacerdote debía formarse “en cabeza y corazón”. Rehusó honores y cargos, pero finalmente fue llamado al episcopado.

Como obispo de Trento, vivió entre epidemias, inundaciones y conflictos políticos. Mientras muchos huían, él permaneció entre su pueblo, organizando ayuda, visitando enfermos y entregando todo lo que tenía. Vendió bienes de la diócesis y personales para socorrer a los pobres, viviendo con extrema austeridad.

Ante el riesgo, repetía: “Es mejor ser enterrado debajo de las ruinas que abandonar el puesto asignado por Dios”. Caminaba largas distancias por montañas nevadas para atender a los más humildes. Durante la Revolución de 1848 mantuvo una postura pastoral, cuidando a heridos y prisioneros de cualquier bando.

Fue un padre para su clero, promotor de misiones populares, escuelas, casas para pobres y obras de caridad. Fundó instituciones para sordomudos y acompañó a los marginados. Formó a futuros santos y vivió con una mansedumbre que transformaba corazones.

Tras años de servicio heroico, murió en 1860. Fue beatificado en 1995 y reconocido por su testimonio de amor en tiempos de aflicción. Su vida recuerda que la caridad es un modo de vivir, un estilo que nace de la fe y se expresa en obras concretas.

Su enseñanza es universal: no se necesita ser obispo para ejercer caridad heroica. Todo cristiano está llamado a servir con amor, incluso en gestos pequeños. En un mundo herido por la indiferencia, su ejemplo invita a caminar con los que sufren y a ver en cada persona un tesoro para Dios.

Su legado afirma que la mansedumbre no es debilidad, sino la verdadera fuerza del amor. Y que la santidad del servicio pertenece a todos los bautizados.

Beato Juan Nepomuceno de Tschiderer

Ruega por nosotros

Bienvenidos al Catálogo Divino. Un espacio para encontrarnos con la santidad y la verdad que resiste el paso de los siglos.

A lo largo de la historia, la Iglesia ha sido guiada por hombres y mujeres cuya vida interior reveló la unión profunda con Dios. Entre ellos se encuentran los santos y beatos conmemorados el 2 de diciembre, cuyas vidas recuerdan que la contemplación y la acción no se oponen, sino que se alimentan mutuamente.

En este día destaca un místico excepcional del siglo XIV, nacido en Ruysbroeck, en un tiempo marcado por tensiones políticas y espirituales. Desde niño mostró inclinación por la oración y el silencio, formándose con su tío, un sacerdote de profunda vida interior. Ordenado presbítero, sirvió durante veinte años como racionero en Bruselas, viviendo una vida activa que no impidió el florecimiento de una intensa experiencia mística. Allí comenzó a escribir sus primeras obras, enfrentó desviaciones espirituales de su época y predicó con una sabiduría que atraía a todo tipo de personas.

En sus enseñanzas explicó tres etapas en el camino hacia Dios: la vida activa, fundamentada en el cumplimiento amoroso de los deberes; la vida interior, dedicada a la oración y la meditación; y la vida contemplativa, donde el alma, unida profundamente a Dios, vuelve transformada al servicio del prójimo. Para él, la verdadera unión divina siempre conduce a la caridad.

Buscando un ambiente más recogido, se retiró con algunos compañeros al bosque de Soignes, donde se formó la comunidad de Groenendaal según la Regla de San Agustín. Allí, como prior, alcanzó la cumbre de su pensamiento y escribió en lengua vernácula obras que iluminaron a Europa entera. Su influencia se extendió a movimientos posteriores como la Devotio Moderna.

Pese a su fama, vivió con humildad: trabajaba en tareas sencillas, atendía peregrinos y mantenía un espíritu de profunda oración. Ante acusaciones de panteísmo, respondió con serenidad, aclarando que sus palabras buscaban expresar lo inefable de la experiencia mística.

Murió en 1381, y pronto su tumba se convirtió en lugar de oración. Fue beatificado en 1908, reconociéndose su contribución decisiva a la mística cristiana. Su vida enseña que la unión con Dios es un llamado universal que transforma el corazón y conduce necesariamente al amor concreto hacia los demás. Su testimonio invita a mantener viva la llama de la contemplación en medio de las tareas diarias.

Beato Juan Ruysbroeck,

Ruega por nosotros.

Comenzamos el último mes del año, pero manteniendo en alto las energías espirituales.

Ante las sorpresas de la vida, permanecemos firmes en lo esencial. Los santos encontraron su fortaleza en la amistad con Dios y en la certeza de su cuidado constante. Hoy recordamos a numerosos testigos de fe cuya vida refleja valentía y entrega.

Entre ellos, destaca la primera mujer africana elevada a los altares, nacida en 1939 en la actual República Democrática del Congo. Su infancia estuvo marcada por la pobreza y el abandono paterno, pero su madre halló apoyo en una misión católica donde ella y sus hermanas recibieron formación y fueron bautizadas. Su nombre original significaba “Paloma ligera”, y tras su bautismo asumió un nombre cristiano, aunque por un error administrativo se le atribuyó otro apellido.

Su vocación religiosa nació joven, ingresando en la Congregación de la Sagrada Familia en 1959, donde tomó un nuevo nombre religioso y se formó como maestra. Era conocida por su carácter firme, su valentía ante el mal, su humildad y su entrega a la comunidad.

En 1964, el país sufrió la violenta rebelión de los Simbas, quienes, influenciados por ideologías anticristianas, desconfiaban incluso de los religiosos nativos. La misión donde vivía la joven religiosa fue atacada; más de cuarenta hermanas fueron secuestradas y despojadas de sus signos religiosos. El comandante de la zona intentó forzarla a convertirse en su esposa, pero ella se negó firmemente, recordando su consagración.

Tras su rechazo, fue vigilada por un coronel que también intentó someter a otra religiosa. Ambas fueron golpeadas cuando intentaban resistir. El coronel quiso abusar de ella, pero respondió con firmeza que prefería morir antes que pecar. A pesar de las agresiones, perdonó a su agresor con serenidad evangélica. Enfurecido, ordenó a sus hombres atacarla con bayonetas y finalmente él mismo la mató de un disparo cuando tenía solo 25 años. Las demás religiosas fueron maltratadas pero luego liberadas.

Su tumba se convirtió pronto en lugar de peregrinación. En 1978 se exhumaron sus restos y se encontró una imagen mariana en su mano. Más tarde fueron trasladados solemnemente a la catedral de Isiro. Fue beatificada en 1985, en una ceremonia a la que asistió incluso quien había sido su asesino. Tras la guerra civil, él había sido condenado, luego indultado, y finalmente regresado a la fe, manifestando su deseo de recibir perdón. Sus padres ya lo habían perdonado públicamente, y durante la beatificación, el Papa también pronunció palabras de absolución en nombre de la Iglesia.

Su testimonio inspira a pedir fortaleza para resistir el pecado y escoger siempre el bien. Su propio pensamiento invita a abrazar la consagración bautismal con entrega total, aceptando la voluntad de Dios en toda circunstancia. Todos los bautizados estamos llamados a vivir como consagrados, dando prioridad a Dios en nuestras acciones y honrando el nombre cristiano que llevamos.

Beata Clementina Anuarite Nengapeta,

Ruega por nosotros

Dar la vida por Cristo es un honor. Puede ser despacio, viviendo el día a día con amor o puede ser rápido, después de un poco de dolor y luego: el cielo. Pero todos estamos llamados a hacer de nuestra vida una ofrenda al Señor, y los santos que recordamos en nuestro Catálogo Divino nos invitan a perder nuestra vida temporal por Cristo para ganar la eterna.

Escuchemos hoy, 28 de Noviembre, los nombres de quienes nos dan testimonio de entrega: mártires, presbíteros, religiosos y laicos que iluminaron la Iglesia con su fidelidad. Entre ellos, cuatro misioneros que ofrecieron su vida en suelo congoleño durante la crisis política y la rebelión mulelista de 1964.

En medio del caos generado por la inestabilidad del país, los misioneros decidieron permanecer junto a las comunidades que acompañaban. A pesar de los peligros crecientes, continuaron su labor pastoral, sosteniendo la fe de los fieles y ofreciendo esperanza donde todo parecía derrumbarse.

Estos cuatro testigos del Evangelio —tres italianos y uno de origen franco–africano— dedicaron años a la misión, al servicio humilde, a la educación y a la evangelización. Con profunda vida de oración, cada uno vivió su vocación con entrega total, plenamente conscientes del riesgo que corrían al quedarse.

Su martirio ocurrió cuando un grupo rebelde irrumpió en las misiones de Baraka y Fizi. Sin renunciar a su misión, enfrentaron la muerte con serenidad, perdonando y permaneciendo fieles al amor de Cristo. Sus vidas y su testimonio revelan que el Evangelio florece incluso en contextos de violencia, ideologías contrarias a la fe y persecución directa.

La Iglesia reconoce en ellos la expresión más pura de la caridad pastoral: no abandonar al rebaño. Su beatificación destacó que Dios da a los mártires la esperanza de la resurrección y los incorpora a esa "multitud que nadie puede contar" que vive en su presencia. Su entrega invita también a los cristianos de hoy a permanecer firmes en la fe, aun cuando el mundo parece hostil, recordándonos que sembrar el Evangelio requiere paciencia, constancia y a veces sufrimiento.

La vida cristiana, como la semilla escondida en la tierra, necesita abrirse paso en la oscuridad para dar fruto. Así vivieron ellos, sin buscar gloria humana, pero dejando una huella luminosa en la historia de la Iglesia.

Beatos mártires Luigi Carrara, Giovanni Didonè, Vittorio Faccin y Albert Joubert Rueguen por nosotros.

Ven a dar un paseo por las sendas celestiales, recorriendo la vida de los santos.

En la viña del Señor abundan almas humildes que amaron a Dios en silencio. Hoy, 27 de noviembre, recordamos sus nombres deseando aprender de sus virtudes. En esta fecha veneramos a la Santísima Virgen de la Medalla Milagrosa y a numerosos santos y beatos cuya fidelidad marcó su tiempo.

Entre ellos destaca un obispo célebre por su caridad y respeto hacia quienes no compartían su fe, en una época donde los judíos eran duramente rechazados por muchos cristianos. Nació en el sur de Francia en el siglo VI y, tras abrazar la vida benedictina y ser ordenado sacerdote, fue enviado a pastorear la diócesis de Carpentras. Su vida estuvo marcada por la austeridad, la predicación fervorosa, la cercanía con los enfermos y la atención espiritual del pueblo.

La región donde ejerció su ministerio tenía una fuerte presencia judía desde la antigüedad. Su labor pastoral incluyó la construcción de iglesias y la revitalización espiritual de las comunidades cristianas. Murió el 27 de noviembre antes del año 541 y su santidad fue reconocida rápidamente por el pueblo, extendiéndose su culto por Provenza. Sus reliquias se conservan con gran veneración en la catedral que él mismo fundó.

El contexto histórico, sin embargo, estuvo marcado por tensiones entre cristianos y judíos. Desde los primeros siglos, leyes eclesiásticas buscaron limitar la convivencia entre ambos grupos, y con el tiempo esta separación derivó en persecuciones, expulsiones y discriminaciones especialmente severas en la Edad Media. Aunque la Iglesia enseñó oficialmente la protección del pueblo judío —como lo expresó el papa Gregorio Magno—, la realidad histórica estuvo llena de errores que siglos después serían reconocidos con humildad.

La tragedia del Holocausto impulsó una profunda reflexión dentro de la Iglesia, que culminó con el Concilio Vaticano II y el documento Nostra aetate, donde se condenó firmemente el antisemitismo y se reafirmó la herencia espiritual compartida entre judíos y cristianos. A partir de entonces surgieron esfuerzos constantes de diálogo, reconciliación y cooperación, especialmente impulsados por el papa Juan XXIII y el papa Juan Pablo II, quienes recalcaron la dignidad del pueblo judío y su papel como “hermanos mayores en la fe”.

La oración del Viernes Santo recuerda la vocación universal de salvación y el profundo respeto hacia el camino espiritual del pueblo de Israel. Así, la Iglesia continúa esforzándose por vivir el Evangelio desde la acogida, la reconciliación y el amor fraterno, reconociendo que el deseo de Cristo es que todos seamos uno.

San Sifrido de Carpentras Ruega por nosotros.

Nos atrae el Señor de nuevo con la dulzura de su misericordia.
Cada vez que buscamos la vida de los santos, descubrimos nuevas luces que fortalecen el deseo de amar a Dios. Sus testimonios nos animan a crecer espiritualmente. Entre los santos que hoy recuerda la Iglesia destacan figuras que, con su entrega total, renovaron la fe de comunidades enteras.
En este día resplandece el ejemplo de un gran predicador franciscano del siglo XVIII, un misionero incansable cuya palabra conmovió innumerables corazones y que vivió siempre con humildad y penitencia.
Nacido en 1676 en Italia, creció en un hogar profundamente cristiano que marcó su vocación desde la infancia. Estudió en Roma y, a los 19 años, sintió el fuerte llamado a la vida consagrada. Ingresó a la Orden Franciscana, donde se distinguió por su vida rigurosa y su ardiente deseo de unión con Dios.
Tras su ordenación sacerdotal, una grave enfermedad amenazó su misión, pero confiado a la intercesión de la Virgen prometió dedicar su vida a la evangelización si recuperaba la salud. Al mejorar milagrosamente, comenzó su etapa como misionero, desplegando un impresionante apostolado en diversas regiones de Italia.
Su predicación movía multitudes; sus palabras llamaban a la conversión sincera y a la penitencia. Promovió intensamente la devoción al Santo Viacrucis, al Santísimo Sacramento y a los Corazones de Jesús y María. En más de 500 parroquias instaló las estaciones del Viacrucis, dejando una huella espiritual imborrable.
También se destacó como promotor ferviente del dogma de la Inmaculada Concepción y se mantuvo siempre en profundo espíritu de oración, describiendo su misión como "estar ocupado por Dios" y su soledad como "estar ocupado en Dios".
Realizó numerosas misiones, incluso en lugares difíciles espiritualmente, donde trabajó por la reconciliación y la paz. Su ardor apostólico contribuyó también a la preparación del Año Santo de 1750 y al establecimiento del Viacrucis en el Coliseo Romano, práctica que perdura hasta hoy.
Murió en Roma en 1751, después de una vida dedicada por completo a la conversión de las almas. Fue canonizado en 1867 y declarado patrono de las misiones populares. Su ejemplo sigue invitándonos a vivir una fe activa y misionera, abierta a la gracia que Dios derrama cada día.
San Leonardo de Porto Maurizio,
Ruega por nosotros.

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Un saludo fraterno para todos nuestros amigos en busca de la santidad.

En este recorrido por el Catálogo Divino, recordamos que el Señor escribe la historia de nuestra vida con misericordia y ternura. En este 25 de noviembre, la Iglesia honra a varios santos y beatos cuyo testimonio invita a vivir con valentía la fe.

Entre ellos destaca un mártir del siglo III, cuya vida enseña que el perdón no solo es personal, sino también comunitario: san Moisés de Roma. Aunque no conocemos su fecha de nacimiento, sabemos que fue un presbítero de origen judío y un predicador fervoroso que anunció el Evangelio en tiempos de dura persecución.

La persecución comenzó con el edicto del emperador Decio en el año 249, cuando, por primera vez, el Imperio Romano aplicó sistemáticamente una represión severa contra los cristianos. Muchos, bajo el peso del miedo, cedieron y cometieron actos contrarios a la fe: se les llamó lapsi, es decir, “los que tropiezan”.

Este hecho provocó un intenso debate en la Iglesia. Algunos rigoristas afirmaban que los lapsi no podían recibir perdón, mientras que otros, inspirados por la misericordia, buscaban caminos de reconciliación. Entre esos últimos estaban el papa Calixto I y más tarde san Cipriano de Cartago.

Tras el martirio del papa san Fabián en 250, Moisés, junto con el colegio de presbíteros, asumió la guía espiritual de los fieles en Roma. Decidieron que los lapsi enfermos o moribundos podían ser reconciliados, y desde la prisión, Moisés y sus compañeros animaban a los cristianos mediante cartas de san Cipriano.

La controversia se intensificó con Novaciano, un presbítero que rechazaba por completo la posibilidad de perdonar a los arrepentidos. En su rigorismo extremo llegó incluso a separarse de la comunión de la Iglesia, acompañado de algunos clérigos. Moisés, fiel a la misericordia, se opuso a él y lo excomulgó.

Finalmente, Moisés fue arrestado. Desde la cárcel mantuvo la defensa de la compasión y la reconciliación. Tras once meses y once días de prisión, recibió el martirio. San Cornelio, que sería elegido papa poco después, describió su muerte como “un martirio glorioso y admirable”.

El rigorismo de Novaciano originó luego un cisma, pues se hizo ordenar obispo y se autoproclamó papa, convirtiéndose en el primer antipapa. Sin embargo, la Iglesia siguió el camino de la misericordia, estableciendo normas de penitencia para reincorporar a los arrepentidos.

La historia de san Moisés recuerda que todos somos frágiles y necesitados de la gracia. Ningún pecado es más grande que la misericordia de Dios, que siempre llama a la conversión y al perdón sincero. La Iglesia, desde sus primeros siglos, aprendió a equilibrar la disciplina con la compasión, sabiendo que la restauración del alma es obra del amor divino.

Por eso, el perdón no es solo un acto individual: es un don que renueva a la comunidad y la hace más semejante al corazón de Cristo. Cuando reconocemos nuestras faltas y acudimos al Señor, Él nos levanta y devuelve la paz que creíamos perdida.

El testimonio de este mártir nos recuerda que jamás debemos dudar en acudir a Cristo, incluso en los momentos de mayor debilidad. La misericordia divina siempre está dispuesta a restaurar, sanar y renovar la vida.

San Moisés de Roma,

Ruega por nosotros.

Bendiciones para cada uno de los seguidores del Catálogo divino.

Siempre atentos a crecer espiritualmente, encontramos en los santos verdaderas lecciones de fortaleza. En tiempos donde cualquier sufrimiento parece insoportable, su ejemplo —sobre todo el de los mártires— nos enseña que quien confía en Dios recibe la gracia para afrontar la adversidad y vencer el miedo.

Hoy recordamos a los santos cuya memoria se celebra el 24 de noviembre, y de manera especial a las Beatas Nicetas de Santa Prudencia y compañeras, mártires españolas de la persecución religiosa de 1936. Ellas formaban parte del grupo de los 233 Beatos Mártires de la Guerra Civil Española y pertenecían a la Congregación de las Hermanas Carmelitas de la Caridad de Vedruna. Doce de ellas, residentes en la Casa de la Misericordia de Valencia, fueron martirizadas junto con su superiora.

La Casa de la Misericordia, dirigida por las Carmelitas desde 1858, atendía ancianos, niños y convalecientes. Con la proclamación de la República y el ascenso del Frente Popular en 1936, comenzó una creciente hostilidad contra las comunidades religiosas. Un decreto gubernamental ordenó sustituir a las religiosas por personal civil, obligando a las hermanas a refugiarse en un modesto apartamento sin condiciones básicas.

El estallido de la Guerra Civil desencadenó una persecución abierta contra la Iglesia. Las hermanas, tratando de protegerse, se dispersaron según las recomendaciones de su Madre provincial. Sin embargo, varias de ellas, provenientes del País Vasco y Castilla, no podían regresar a sus familias. Su superiora, Madre Nicetas Plaja Xifra, decidió quedarse con ellas a pesar de poder marcharse por ser catalana.

El 17 de noviembre de 1936, las hermanas que permanecían en Valencia fueron arrestadas por la FAI y llevadas a una checa para ser interrogadas. Después las trasladaron a la cárcel de mujeres de Alacuás. Allí mostraron profunda fe, orando por sus verdugos y fortaleciendo a quienes las rodeaban. Un sacerdote que pudo confesarlas quedó impresionado por su serenidad.

La madrugada del 24 de noviembre las trasladaron bajo el pretexto de liberarlas. En realidad, fueron llevadas a Paterna, al llamado Picadero, donde las doce hermanas fueron fusiladas y enterradas en fosas comunes. Hoy sus restos reposan en Vinalesa.

Su superiora, Madre Nicetas, nacida en 1863, había dedicado cincuenta años de servicio en la Casa de la Misericordia. Era una mujer firme, justa y profundamente fiel. Al ser llevada al martirio pidió ser la última en morir y pronunció su célebre oración: «Señor, me las has confiado, y te las devolveré cuando me las pidas».

Las beatas fueron reconocidas por su testimonio heroico y beatificadas en el año 2001. Su memoria conjunta se celebra el 6 de noviembre. Su vida nos invita a rezar por la paz, por el fin de la violencia y por un mundo donde reine el perdón. La plegaria del Papa Francisco nos recuerda que Dios es Señor de la historia y que su misericordia es inagotable, incluso cuando el ser humano se aleja de Él.

La vida es corta y está hecha para el bien. No podemos crear un mundo perfecto, pero sí sembrar esperanza mediante el perdón y el servicio humilde.

Beatas Nicetas de santa Prudencia y compañeras, vírgenes y mártires, Rueguen por nosotros.