Jesús, conocido en el libro como Michael de Nebadon, no solo era un niño, sino una manifestación de lo divino, un puente entre el Cielo y la Tierra.
Antes de encarnarse como un ser humano, había ejecutado con perfección seis misiones en diferentes esferas. Y ahora eligió , entre diez millones de destinos posibles, descender a un pequeño y hermoso planeta llamado Urantia, por su necesidad apremiante de luz espiritual, y, así, Urantia se encontró bendecida por una paradoja celestial. La oscuridad de nuestras tribulaciones atrajo la atención de Micael, quien, en un acto de amor incondicional , eligió este suelo para revelar la esencia del Padre Paradisiaco, para ser un faro de esperanza para todo su universo de Nebadón.
En aquel mediodía transcendental del 21 de agosto del año 7 a.C Belén se convirtió en el escenario de un milagro divino. María y José, en la simplicidad de su existencia, estaban a punto de ser partícipes de un evento cósmico; sin saberlo, serían los guardianes terrenales de un ser celestial.
En el escenario humilde de un hogar terrenal, la divinidad se manifestó en la forma de un bebé indefenso. Las serafinas del planeta ,con sus cantos, iluminaron los cielos en señal de la llegada de este Hijo Creador.
Y, Jesús, nació en la sencillez de lo cotidiano, de una manera natural, como cualquier otro niño, simbolizando así su conexión profunda con la humanidad.
Su nacimiento constituía el amanecer de una nueva era, el comienzo de una vida que transformaría el curso de la historia humana y espiritual. Jesús, conocido en el libro como Michael de Nebadon, no solo era un niño, sino una manifestación de lo divino, un puente entre el Cielo y la Tierra.
Y así, el 21 de agosto se convirtió en un día trascendental, marcando no solo el nacimiento de Jesús, sino también el inicio de su donación final y la manifestación de su fe inquebrantable en la voluntad de su Padre Paradisiaco.
Su nacimiento fue un evento de magnitud cósmica, un momento en el que lo divino tocó lo mortal, un amanecer de esperanza, un acto de conexión entre el universo y la humanidad.
Jesús creció en gracia y verdad. Su vida fue un testimonio de amor y servicio. Caminó entre los hombres y mujeres de su tiempo, enseñando no solo con palabras, sino con el poderoso ejemplo de sus acciones. Su mensaje era sencillo pero profundo: amor incondicional, perdón y fraternidad.
Creció entre los suyos como un niño, como un adolescente, como un joven cualquiera …y desde su infancia, irradiaba amor y sabiduría, atrayendo a aquellos que buscaban la verdad. Enseñó que cada alma era valiosa, que cada vida tenía un propósito divino y que el amor era la mayor verdad del cosmos.
Pero Micael no solo elevó a Urantia, sino que también dejó un legado eterno de esperanza, un camino iluminado hacia un destino más elevado para todos los hijos del tiempo y del espacio. Y nos recuerda la singularidad de nuestro mundo en el vasto cosmos. Su elección por Michael de Nebadon no es solo una parte de la historia de nuestro mundo, sino un recordatorio perpetuo de nuestro potencial para la grandeza espiritual y la transformación.
Urantia destacó y destaca como el epicentro de una revelación celestial, donde la luz de Jesús disipó las tinieblas espirituales, recordándonos que, a pesar de nuestras sombras, estamos destinados a elevarnos hacia la luminosidad de los Hijos de Dios.