Escrito por Joan Prats

Narrado por Marc Truco

El hallazgo fue tan inesperado como perturbador. La policía había accedido a una galería tapiada bajo el castillo de Montjuïc, oculta tras una trampilla de hierro corroída por el salitre y el tiempo. Allí, en una sala sin ventilación, rodeada de piedra antigua y humedad rancia, yacía el cuerpo de una joven. Tenía 24 años. Se llamaba Clara Requena.

Estaba tendida boca arriba sobre el suelo de tierra, con los brazos extendidos en cruz. Llevaba los ojos vendados con una tela blanca y ajada. A su alrededor, ocho velas negras apagadas, colocadas en círculo perfecto. Sobre su pecho, una figura de madera toscamente tallada: un rostro sin rasgos, sin boca, sin ojos. Como un eco de ella misma, despojado de identidad.

No había signos de violencia. Ningún corte. Ninguna herida visible. La autopsia preliminar apuntaba a asfixia, pero no por estrangulamiento: su tráquea estaba intacta. Parecía más bien una falta de oxígeno inducida. Como si hubiera respirado algo que no debía. O como si alguien hubiera sellado su último aliento sin tocarla.

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