Lo importante era la tormenta, no la carta olvidada en
el buzón. Ella, la tormenta, fue la causa que desencadenó la serie de eventos inesperados:
Rayos y truenos, como en un espectáculo audio-visual,
desenterraron en Julio viejos recuerdos: los ojos de Martha como avellanas que mágicamente habían aprendido a reír; las manos callosas de su abuelo Miguel que siempre que le acariciaban el cabello raspaban. Y claro, las tormentas eléctricas que anunciaban una lluvia que llegaría a acabar con el calor. Siempre amó la lluvia, refrescaba su sueño, convertía en ríos interminables las polvosas calles de Bernal y, sobre todo, hacía que los ojos de Martha sonrieran más.
Quién le diría que tras esa lluvia siempre amiga se escondían las negras nubes que oscurecerían su destino.
Aquel verano, junto a las aguas llegó la familia Palermo, Enrique Palermo específicamente, con sus maneras de zorro que parecían comerse las avellanas en la mirada de su amiga cada vez que lo veía. Fue casi un mes después que llegarán los Palermos que bajo el paraguas de Enrique y tomada de ese brazo que no soltó más apareció Martha. La sonrisa de sus ojos brillaba como nunca. Julio entendió entonces que la había perdido, y comenzó a odiarlos y a odiar la lluvia y los truenos. Y por odiar, odió también a Bernal y las caricias de su abuelo.
Suena el estallido de un trueno que lo manda a otro recuerdo, al estallido del parabrisas del Ford de los Palermos, a su mano soltando la resortera con que acababa de lanzar la piedra, al estrépito del auto estrellándose contra el árbol y luego, al interminable alarido de Refugio Palermo abrazando el cuerpo inerte de Enrique.
Ahora cierra la ventana, pero el ruido de los recuerdos
lo sigue hasta la otra habitación.
Fueron 10 largos años de cartas olvidadas en un buzón.
Diez años de escribir desde su celda buscando el perdón de aquellos ojos de avellana que no reían más. Diez años hasta que una compadecida alma le contestó que no escribiera más, que ni Martha ni la familia Palermo vivían más en
Bernal. Tiempo después de salir de prisión regresó a un pueblo cambiado que no lo esperaba, un pueblo viejo y seco que esperaba las lluvias para poder renacer.
Encendió la luz del baño y el espejo le devolvió el
retrato de un Julio envejecido, sin cabello en la cabeza que se pudiera acariciar. Pensó en su difunto abuelo y sus callosas manos acariciando también su cuerpo... Esas manos que siempre raspaban.
También pensó en Martha, en Enrique Palermo. Pensó en
las cartas olvidadas donde le platicaba todo.
Miró por última vez el reflejo de su rostro, apagó la
luz y sin paraguas se internó en la lluvia torrencial.
Texto e imagen: Oscar González