Desde un punto ontológico, mi mundo inicia al revés, desde ese sueño existencial en el que el mundo no ha sido una creación de Dios, sino la sustanciación de su muerte, el abandono de su creación. Y en ese sentido, la vida que vivimos, no es sino la consecuencia inmediata de su extinción paulatina, su autocadaverización en la sociedad; su desaparición en nuestras costumbres, su extinción de nuestras culturas; su olvido en nuestros lenguajes; su ofuscasión en nuestras cotidianidades, su muerte en nuestras ideas. En esta historia, el cosmos implota, Dios muere, y esta existencia imperfecta en la que estamos sumidos, no es más que el desbande de sus esquirlas, la entropía resultante de dicho acto; la debacle progresiva que sigue como corrupción a toda muerte. Con ello basta para creer que este mundo y sus pesares, son producto de ese estado de putrefacción, puesto que estamos ante el cadaver expuesto y rígido de un muerto, ante el asesinato de Dios, ante su ocaso perpetuo, ante la atmosfera viciada y corrupta de un cementerio. No hay final feliz, todo se acelera hasta el punto de no retorno, en el que nosotros mismos somos absorbidos por la nada, concluyendo así el proceso al que todo ser vivo está condenado.