Es España, desde antes incluso de la división política de los españoles fomentada por el "rey felón", un país de extremos. El hidalguismo, los títulos obtenidos en el combate por la Reconquista y la obsesión de ella derivada por la "pureza de sangre" hubieron de justificar, ya en origen, un tan hondo sentir que se imponía a toda modulación de justicia. La venganza, el revanchismo eran instrumentos del rencor frente a aquel al que se le imputaba alguna afrenta en el pasado, aun por línea parental o sucesoria. La práctica se impregnó en nuestra mente, y una vez llegada la Edad Contemporánea, la adhesión a tal o cual grupo o ideas políticas, con mayor o menor sostén en la muy difuminada voluntad de un pueblo escasamente instruido, y el tiempo, con sus nuevas leyes, hicieron -y siguen haciendo (vid. imagen)- el resto.
En España, a la máxima cristiana de que quien no está contra nosotros está con nosotros, se le da, pese a su histórica catolicidad, su completa vuelta: quien no está con nosotros, ha de tenerse por enemigo, o, al menos, "bajo sospecha". El rencor se anticipa, incluso, a la eventual ofensa, aunque sea improbable, como vemos; "el piensa mal y acertarás" sale en rápida defensa al respecto y, así, todo cierra.