La misericordia y el amor de Dios no dependen de condiciones humanas ni de acciones previsibles, sino que fluyen del carácter eterno de Dios como soberano, santo y benevolente. En su soberanía absoluta, Dios ha escogido amar y redimir a un pueblo para sí desde antes de la fundación del mundo, no por mérito humano, sino por su sola gracia. Este amor es eficaz y transformador, manifestado principalmente en Cristo, quien cargó con la justicia que merecíamos, el justo castigo por el pecado, y, en su gran amor, nos otorgó restauración y la esperanza de vida eterna.