Intento frustrado de Heliodoro de profanar el Templo. El autor del libro afirma que gracias a la piedad del sumo sacerdote Onías, los habitantes de Jerusalén vivían completamente en paz y se mantenían fieles a la Ley del Señor. Incluso Seleuco, rey de Asia, sufragaba todos los gastos relativos al servicio de los sacrificios. Pero Simón, prefecto del Templo y judío proclive a las costumbres griegas, al no poder imponerse a Onías, acude a Apolonio, jefe militar de Celesiria y Fenicia, para informarle sobre el tesoro del Templo. Apolonio avisa al rey, quien envía a Heliodoro para confiscar todas las riquezas del Templo. El pueblo horrorizado suplica al Señor que mantenga a salvo los depósitos del Templo. Ante semejante panorama, Dios interviene milagrosamente.