Que Barcelona fue un nido de espías es un hecho incuestionable. Las diferentes guerras mundiales, y la neutralidad (entre comillas) de España ante estas guerras, contribuyó a potenciar este fenómeno. Y por supuesto la Guerra Civil española, con fuertes intereses internacionales detrás, requirió también de ‘peones’ para una partida de ajedrez en el que combatían Rusia, Italia, Alemania... e incluso las diferentes facciones del comunismo afín a Stalin, el trotskismo, etc.
Por Barcelona circularon espías de diferente pelaje: algunos muy profesionales, otros aficionados, pero todos tenían algo en común: convirtieron el espionaje en su medio de vida y, lo que es más importante, en su fuente de ingresos, lo cual no es un tema menor... y menos en tiempos de guerra.
Algunos de estos espías, como el comisario de policía Manuel Bravo Portillo, han pasado a la historia como mercenarios, movidos únicamente por el dinero fácil. Otros entraron en el espionaje como una extensión más de su labor militar o diplomática, o movidos por su defensa de una causa, o de un ideal.
Hay un libro titulado Espies de Barcelona, de Roser Messa, que es muy recomendable porque de forma amena, con capítulos breves, repasa los principales nombres del espionaje en Barcelona. Encontraréis nombres célebres como Manuel Bravo Portillo, el barón de Konig, ¡Josep Pla!, incluso la famosa Mata Hari, y por supuesto nuestra protagonista de hoy.
Hoy quiero hablaros de un personaje singular; una figura que bien merecería una biografía o una película: me refiero a Pilar Millán Astray.