Era la víspera de Navidad. «¿Cómo no pasar con alegría esa fiesta de la intimidad, esa fiesta del corazón, en unión de las personas queridas que iban a quedarse bien pronto abandonadas tal vez para no volverse a ver nunca?
»Después de la Navidad estaban la guerra, las montañas, las privaciones, la derrota, tal vez la muerte.... Era preciso celebrar el último banquete de la familia con entusiasmo....
»Clemencia dijo a [Enrique] Flores, a [Fernando] Valle y a sus compañeros:
»—La Navidad se celebrará aquí en casa, haremos un gran baile, tendremos una agradable cena, nos alegraremos por última vez con los nuestros, y después, que vengan los franceses y nos degüellen....
»La noche del 24... la casa de Clemencia... era un palacio de hadas. Se iluminaron el patio y los corredores, se pusieron por todas partes gigantescos ramilletes de flores y ramas de árboles cubiertas de heno y de escarcha. Se dio, en fin, a la casa el aspecto tradicional de las fiestas de Nochebuena....
»En el salón se había colocado... el árbol de Navidad, precioso capricho [alemán] no introducido todavía en México, y que es el objeto de la ansiedad de la infancia, de la alegría de la juventud y de la meditación de la vejez en esos países del Norte donde aún se mantiene vivo con el calor del hogar el amor de la familia.
»Había sido un capricho de Clemencia poner ese árbol, en cuyas frescas ramas había colocado algunas de sus más queridas alhajas, pañuelos, y pequeños juguetes que habían de repartirse entre sus afortunados amigos, con entero arreglo al estilo alemán: sólo que aquí en vez de niños eran valientes oficiales republicanos los que iban a obtener esos preciosos obsequios, como una muestra de eterno recuerdo.
»A la medianoche debía hacerse este reparto, como es [de] costumbre....
»... El reloj dio las doce de la noche, y todo el mundo vino a agruparse en derredor del árbol de Navidad.
»Comenzóse la rifa. Cada uno sacó su número, y Clemencia fue distribuyendo la alhaja o el juguete que correspondía a aquel número.
»Llegó su turno a Fernando. Sacó el número 13.... Clemencia bajó de una rama del árbol un lindo pañuelo de batista que tenía este número.
»—Valle —dijo la joven alargando el pañuelo a Fernando—, Isabel y yo hemos bordado juntas este pañuelo... por esto debe serle a usted doblemente querido.
»—Lo guardaré como una reliquia sagrada —respondió Fernando.
»—Y cuando reciba usted alguna herida, empápelo usted en sangre generosa; esa será la mejor manera de honrarlo.
»—Yo lo prometo —murmuró Fernando.1
Esa «sangre generosa» que a la postre derramó Fernando Valle en la clásica novela romántica Clemencia, escrita por el autor mexicano Ignacio Manuel Altamirano, nos recuerda la sangre que a la postre derramó el Niño Dios. Porque así como Fernando murió voluntariamente en lugar de su amigo Enrique, también Jesucristo, Dios hecho hombre, murió en nuestro lugar. Aquel cuyo cumpleaños celebramos cada Navidad murió por cada uno de nosotros. Y no hay sangre alguna en este mundo más generosa que esa.2
Carlos Rey
Un Mensaje a la Conciencia
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1
Ignacio Manuel Altamirano, Clemencia (Bogotá: Editorial Norma, 1990), pp. 119-22.
2
Jn 15:13