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Para la mayoría de nosotros es mucho más fácil aceptar el perdón de Dios que perdonarnos a nosotros mismos. Por eso, en ocasiones seguimos sintiendo culpa por un pecado que ya confesamos, que Dios ya olvidó. Nos obsesionamos tanto por los errores del pasado, que nos perdemos las oportunidades del futuro. Erróneamente, pensamos que nuestras caídas nos descalifican para que Dios vuelva a usarnos. Sin embargo, la culpa nunca ha sido un combustible que funcione; más bien, es corrosivo y oxidante. Recordemos que Pedro falló tres veces y, aun así, Jesús volvió a encomendarle su misión. El genuino arrepentimiento de Pedro, sus lágrimas y la gracia del Señor lo sacaron del fondo del abismo.
Dios no dice amarnos sólo si nos portamos bien. Él promete amarnos consciente de todo el tiempo en que nos portaremos mal. Sin embargo, vivimos peleando la vida al igual que hizo Jacob; y como a él, nuestras peleas no nos descalifican ante nuestro Padre. Recordemos que Dios hace grandes cosas a través de la gente rota. No tenemos que ser perfectos para ser amados. Tomemos nuestra culpa en la mano como si fuera una piedra y entreguémosla al Señor. Él no va a abandonarnos, aunque tenga que dejarnos cojos o rengos hasta que enfrentemos nuestra sombra del miedo.
Los cristianos solemos creer que la ansiedad y la depresión, son problemas que se arreglan con oración, “declarando” victoria, y “decretando” que somos libres; y vamos por la vida sufriendo nuestro invierno en solitario, ocultando nuestra depresión, crisis y batallas. Sin embargo, recordemos que mientras no seamos relevados de nuestras funciones del Reino y de nuestro llamado, debemos permanecer. Concentrémonos menos en nuestra tristeza y más en Su poder. El Señor nunca deja de obrar para nuestro bien. ¡Vamos a bendecir y agradecer por nuestras noches de invierno!
El libro de Josué nos alienta en esos momentos de crisis en los que sentimos que nos quedamos sin oxígeno, recordándonos que Dios nos tiene reservada una “Tierra Prometida”. Pero nuestro Canaán no representa el cielo, sino a la vida que podemos vivir ahora. Cuando entregamos nuestro corazón a Cristo, ya tenemos todo lo necesario para ser lo que Dios desea para cada uno de nosotros. La conversión es más que la remoción de pecado; es un depósito de poder porque ¡Compartimos la misma herencia de Cristo! Todo lo que debemos hacer para entrar en nuestra Tierra Prometida es caminar en fe por la vida, tomados de Su mano.
Si alguna vez vamos a amar de la forma en que Jesús ama, debemos comenzar por entender que la iglesia debe ser un hospital del alma que acepte a todo aquel que llegue buscando ayuda. El peor alcohólico, la persona más iracunda, el criminal más peligroso, el mayor adicto, el más chismoso, el más lujurioso, el más racista, el miembro más disfuncional de la familia, la persona más odiosa que conocemos, y nosotros mismos... todos estamos invitados a la mesa del Señor. Seamos puertas y no barreras para que otros puedan acercarse al Padre. ¡Un mensaje retador!
El “síndrome de hubris” tiene que ver con sentirnos superiores a los demás. Cuando esto pasa, distorsionamos nuestra verdadera identidad y nos volvemos arrogantes y petulantes. Pero la arrogancia es un equipaje que Dios no quiere que llevemos a cuestas. Recordemos que Él odia la arrogancia con la misma intensidad que ama la humildad. Dios ofrece Su amor tanto a los justos como a los pecadores, a los creyentes como a los incrédulos, a los aventajados y a los desfavorecidos por igual. Él rompe las reglas para encontrar a quienes quizá no califican socialmente, pero sí califican espiritualmente.
Todos nosotros hemos experimentado, o vamos a experimentar, una pérdida devastadora en uno o en varios momentos de la vida. La pérdida es la norma, no la excepción. No podemos ignorar el dolor que conlleva, pero sí podemos decidir cómo enfrentarlo. Recordemos que, en ocasiones, Dios utiliza el dolor para hacernos crecer; el dolor nos hace resilientes, nos hace fuertes y es indispensable para transitar una vida real. Si edificamos nuestra vida sobre Cristo, podemos tocar fondo y, aunque perdamos el aliento, seguiremos respirando. De este lado del sol, el dolor está garantizado; la buena noticia es que el cielo es una zona libre de dolor.
Al igual que Gómer traicionó más de una vez a Oseas, nosotros hemos traicionado al Señor en innumerables ocasiones. Y cuando creamos nuestro propio infierno por malas decisiones y nos apartamos del camino, el Padre se preocupa y se duele. Pero Su gracia nos alcanza una y otra vez, a pesar de nuestra vergüenza, culpa y confusión. Sólo Dios puede redimirnos de nuestro pasado. Nuestras faltas no nos definen ante el Él, pues nos ama a pesar de nuestros pecados. ¡Su amor es un amor escandaloso y sin sentido común que rompe todas las reglas!
A veces, nuestros planes tienen que fracasar para que triunfen los planes de Dios. Es en medio de esos fracasos cuando podemos llegar a sentir que nos tocó bailar con la más fea, como le ocurrió a Jacob al verse casado con Lea en lugar de Raquel. Sin embargo, el “bailar con Lea” suele llevarnos a buscar a Dios con una intensidad que de otro modo no habríamos tenido. La forma en que manejemos las frustraciones determinará si nuestra vida se convierte en una tragedia o en una comedia. Así que, aprendamos a alegrarnos cuando nos toque bailar con Raquel, ¡y cuando nos toque bailar con Lea!
Lamentablemente, el mensaje de gracia traído por Jesús ha quedado diluido en la vasija de la iglesia, como un vino caro que se derrama en una jarra llena de agua. Hemos olvidado que el amor de Jesús es arbitrario y parcial, causa perplejidad, es chocante, injusto y ofensivo. Dios acepta en su casa a todo aquel que se le acerque con genuino arrepentimiento. ¿Para qué ser bueno, entonces, si sabemos de antemano que nos van a perdonar? Muy simple: nos esforzaremos por crecer en santidad; no para hacer que Dios nos ame, ¡sino porque Él ya nos ama!
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