Si procuramos ofrecer o regalar buenas cosas a nuestros seres queridos a nivel terrenal, mucho más deberíamos procurar entregar lo mejor a nuestro Padre celestial. Dar lo mejor a aquel que merece lo mejor.

Muchas veces prestamos atención a la limpieza externa, y eso es bueno. Pero mucho mejor, y de mayor provecho es prestar atención a la limpieza interna, la de nuestra alma, la que sólo Cristo puede limpiar.

El mundo que conocemos hoy, se vería de forma completamente distinta si hiciéramos todo, sin excepción alguna, conforme a las palabras e instrucciones de Dios.

Si vamos a ofrendar para la obra de Dios, siempre es mejor que sobre y no que falte. Dios no puso límite a Su amor para salvarnos, enviando a Su propio Hijo Unigénito para salvarnos. ¿Por qué entonces nosotros deberíamos poner límites a nuestra ofrenda?

Siempre será mejor dar que recibir. Todas las bendiciones que recibimos de parte de Dios son en última instancia para ponerlas al servicio del Señor, y de los demás.

Quizá no todos tengamos recursos materiales para ofrendar a la obra de Dios, pero sí tenemos habilidades o dones que Él nos ha dado para que podemos poner a Su servicio.

El sentimiento y plenitud que experimentamos cuando somos desprendidos y ofrendamos de forma alegre y voluntaria, no se compara para nada al que nos queda cuando lo hacemos forzadamente o por compromiso. Siempre es mejor dar, que recibir.

Entre más tiempo de calidad pasemos en la presencia de Dios, más seremos transformados. En la medida que pasemos más tiempo postrados a Sus pies, más reflejaremos su gloria divina.

El alimento físico puede sustentar en cierta manera nuestro cuerpo y su funcionamiento, pero el alimento espiritual no sólo sustenta el cuerpo, sino también el alma.

En la vida nos encontraremos constantemente con piedras que nos quieran hacer tropezar en nuestra relación con Dios. Con la ayuda del Señor podemos evitarlas, y vivir con Él en el cielo, en vez de pasar en el suelo.