Jn 10, 22-30 • Yo y el Padre somos uno.
_Se celebraba en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón._
_Los judíos, rodeándolo, le preguntaban:_
_«¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente»._
_Jesús les respondió:_
_«Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Lo que mi Padre me ha dado es más que todas las cosas, y nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno»._
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Llevamos ya varias semanas en Jerusalén, y se nota. Los fariseos nos rehúyen por las calles, temiendo que les dejes en evidencia. Hoy los mercados en las calles cercanas al Templo están atestadas de gente, puestos vendiendo alimentos fritos, y niños jugando en la calle con sus peonzas, recuerdo yo también jugar con mis hermanos a la dreidel en estas fechas.
¡Me encanta Janucá! Es una fiesta alegre donde los niños disfrutan más que nadie.
Cuatro de las luces de la menorá ya se encendieron e iluminan el templo tras el anochecer: llevamos la mitad de las fiestas. A los pies de las luces hay ramas y flores, avellanas y copas. La lámpara es de casi dos metros, imponente y preciosa.
¡Bendito el Señor que nos deja entrar a las mujeres al Pórtico de Salomón en estas fechas y poder escucharte, Rabbí! ¡y qué suerte que se vea la imponente menorá desde aquí! Nunca había estado por estas fechas en Jerusalén, es un regalo de nuestro Señor.
Últimamente has hablado mucho de las ovejas. Mi tío es pastor y recuerdo acompañarle con mis primos algún día que otro de pequeña, ¡cuánto ha pasado desde entonces!
Te miro paseando. Los otros maestros te miran de reojo mientras explicar a sus discípulos, incomodados por tu presencia. Algunos de sus aprendices se levantan y acercan al ver que andas por aquí. De un momento a otro hay tanta gente que nos quedamos atrás, y todos te rodean. Te hablan desordenadamente, como brutos, no sé qué pretenden…
«Os lo he dicho, y no creéis… vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas».
Aprieto con mi mano el brazo de Rebecca a mi lado. Mi pecho se llena de una mezcla sorpresa y alegría. Sigues hablando: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano».
Rebecca me pregunta qué pasa.
¿No te ha oído?
Somos las que te seguimos, las que te escuchamos… ¡somos tus ovejas!
¡Nos has llamado tuyas!
Saberme elegida por Ti, Maestro, me hecho rebosar el corazón, ¡de repente! Llevas días hablando de las ovejas y su pastor, de cuánto las va cuidar… ¡y ahora nos dices que somos nosotros!
Y lo dices al mundo, lo dices aquí, en el patio del Templo donde enseñan los sabios... ¡que nos elegiste a nosotros!
Al pueblo torpe que no entiende a veces, que es olvidado, que estuvimos perdidos…
¡Me lo dices a mí! Yo era la oveja que cuidas, la que no arrebatarán de tu mano.
Tan lejos vivía del Señor, ¡y has venido a por mí!
Y ahora cada día es bello a tu lado.
¿Por qué me elegirías a mí y no a estos sabios?
No lo sé y ¡qué más dará! ¡Qué alegría siento sabiéndolo!
Rebecca es ahora la que aprieta la mano: los judíos están yendo por piedras del patio exterior.
Has dicho «Yo y el Padre somos uno» y han comenzado los gritos, y Pedro y los demás han corrido a tu lado.
Mi rabbí, dices que Tú darás la vida eterna a tus ovejas, ¿cómo vas a hacerlo?