Atravesando un pasillo de muñecas hinchables e hinchadas, el sultán va camino de la investidura, como si le hiciera falta una ceremonia de coronación. La que comienza hoy será la investidura más falsa y truculenta de cuantas hemos visto. En primer lugar, porque el gobierno en funciones ya ha actuado como un gobierno con todas sus prestaciones intactas, con las prerrogativas de uno que ya estuviera investido. No le ha hecho falta la ceremonia del voto en la cámara para redactar leyes, para prometer perdones, condonar dineros, entregar privilegios fiscales a nacionalistas vascos y catalanes, entregar el control de los municipios navarros a Bildu y la gestión carcelaria de los etarras al orondo Ortúzar.
Todo eso lo ha hecho antes de recibir el refrendo del Congreso, por lo que hoy, lo que vamos a ver, es un mero trámite teatral, una escena con menos valor que el abrazo en Bruselas entre Santos Cerdán y Puigdemont. Tampoco sirve de mucho una investidura cuando antes de que se abra la sesión ya le hemos puesto escolta y coche oficial a Puigdemont, que ha pasado de traidor y delincuente, de secesionista y golpista, a presidente de la República. Le doy el título porque en su comparecencia ante unos periodistas mudos y silentes, después de firmado el pacto, se erigió Carles en poder judicial, ejecutivo y legislativo, en competencia directa con el caudillo de la Moncloa. Carles dictó leyes, repartió responsabilidades y culpas entre los jueces, se ciscó en el parlamento y en la nación, y apenas movió su melena en esa cabeza que ya está pidiendo una corona de madera antes de firmar unas órdenes de ejecución contra todos los magistrados que le han molestado en sus sueños.