Entramos en la Corte a las diez de la mañana; fuímonos a apear, de conformidad,
en casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta; llamó; abrióle una ve-
jezuela muy pobremente abrigada, rostro cáscara de nuez, mordiscada de fac-
ciones, cargada de espaldas y de años. Preguntó por los amigos, y respondió, con
un chillido crespo, que habían ido a buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las
doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en
atender a todo.