“Transformó los bancos en grandes templos donde se adoraba la cruz del dinero”. Así describió Jesús Quintero a este hombre de pelo domado hacia atrás y cigarro en la mano. Se llama Mario Conde y ha navegado todos los ríos del poder: el mar dorado y en calma de la influencia suprema; la tempestad oscura de una celda carcelaria.
En sus respuestas queda algo del financiero que se sabía intensamente admirado. El paso del tiempo, dice, diluye el nombre de los ministros, pero no el suyo. En esta habitación hay libros, un sofá y un ordenador. Desde hace años, se pregunta todos los días: “Mario, quién soy”. Ahora acepta responder en voz alta y dar cuenta de su conciencia.
Estudió con los jesuitas. Ignacio de Loyola decía: “¿De qué sirve ganar el mundo si se pierde el alma? Mario Conde reconoce encajar en ese lema y abre la puerta cuando se le pregunta: “¿Le queda algo por confesar?”.