Hace unos días nos visitaron Alberto y otra Ainhara, caminantes de un proyecto que suena a tierra, a metáfora y a compost: -Camino de Compostera-. Vienen andando desde Santiago rumbo a Zaragoza, arrastrando un carrito donde separan residuos —uno orgánico, otro no—, duermen al raso, cocinan con calabacines regalados y recogen historias en forma de objetos, silencios y encuentros. “Dormimos en el eremitorio de Manzaneda del Moro, fue precioso, alto, con vistas increíbles”, contaban. Caminan una media de 20 a 25 km al día, aunque han llegado a hacer 40.
La noche anterior alguien gritó ¡Ainhara! en el pueblo, y comenzó la magia. “Pensaba que eran pastores, pero me estaban buscando”, contaba la voz que les recibió. Llegaron sin previo aviso, como a veces llegan los regalos, y se quedaron para contarnos una ruta alternativa, poética y crítica. “El camino no es por la vía oficial”, explican, “sino por aldeas y proyectos con otras formas de mirar”. Salieron de Compostela siguiendo el norte, luego el primitivo, y finalmente la ruta del Ebro, hasta acabar en nuestro valle.
El viaje es también una reflexión sobre el consumo y el residuo: lo que tiramos, lo que olvidamos, lo que puede volver al ciclo. “En la naturaleza el residuo no existe —decían—, todo retorna y forma parte de algo”. También es una propuesta artística: grabaciones, performance, arte relacional, encuentros espontáneos. “Estar aquí hablando contigo es un acto creativo”, decía Alberto. La parte final del proyecto será una instalación en Peñaflor (Zaragoza), donde enterrarán los residuos orgánicos y mostrarán los restos no orgánicos como relato visual del camino.
El carro que empujan no es el original. Primero fue una caja de cartón, pero se rompió con la lluvia. Julián, un vecino de una aldea gallega, les construyó una caja de madera que resiste hasta hoy. Entre contenedores rotos, mosquetones prestados y cortinas de ducha reconvertidas en tapices, todo en este camino habla de reutilizar, de reinventar, de agradecer.
También hay canto: a veces solos, a veces en grupo. Improvisaciones, letras dedicadas a pueblos o vecinos. Y silencio. “Ayer caminamos toda la mañana en trance, en silencio, y fue maravilloso”, contaban. Y así es este proyecto: una mezcla de arte, espiritualidad, crítica ambiental y escucha. Un caminar con el corazón abierto, buscando formas nuevas de habitar el mundo.
Nos vamos con la sensación de haber compartido algo raro y valioso. Y, como ellos dicen, ojalá sucedan más cosas mágicas como esta.