Cuando dices «adiós» no escucho una palabra,
veo un muñón macerado
largamente,
hasta humillar
en cartílagos los huesos.
Siento un dolor escondido
y perdido en el aire
como el de un brazo o una pierna
que de pronto ya no está,
pero insiste en su cosquilleo.
No, no escucho una palabra
ni me hallo en un lugar gentil,
dispuesto para aliviar tronchaduras.
Me arrastro hacia el descampado.
Cuando dices «adiós»,
una abrupta amargura toma mi garganta
y me impide gritar
mientras me veo en las pupilas de los ahogados.
Entonces, solo entonces,
como si un pelotón acorazado
hubiese aplacado la insurrección de mis sentidos,
me entrego a la derrota y vuelve la calma.
Solo entonces escucho tu amable renuncia.