Las ciudades que habitamos, nos parecen lugares, sino no seguros, al menos sí cotidianos y en muchas ocasiones hasta aburridos. Son espacios por los que transitamos sin apenas prestar atención, acostumbrados a los sonidos, los olores y los caminos tantas veces recorridos. Nuestro barrio, la tienda de la esquina, nuestro bar favorito, el parque donde nos dieron nuestro primer beso... Construimos nuestra biografía alrededor de estos espacios físicos sin pensar que conocieron otras vidas, otras historias. Nuestra ciudad, decimos, como si nos perteneciera, como si en nuestra ausencia dejara de ser. Pero nuestra ciudad alberga millones de historias, millones de experiencias, ha sido y será la ciudad de otros, la ciudad de muchos, lugar inhóspito, triste, peligroso. Lugar de pobreza y hambre, lugar de injusticias, ciudad de crimen y muerte. Xixón es una y muchas, es lucha obrera y villa marinera, es destino turístico y especulación, mar y carbón, acero y monte, alegría y crimen, comunidad y soledad, vergüenza y mentiras. Como las que rodearon la vida y sobre todo el asesinato sin resolver de Rambal. El crimen de Rambal, como todo asesinato sin resolver, es una herida que nunca acaba de cicatrizar, un atentado contra el sentido común que nos dice que todo delito ha de tener su castigo, una puerta abierta a la especulación y a la sospecha, a la rabia y a la indignación. Y por eso, el 19 de abril de 1976, un incendio en el número 4 del Campo de las monjas, en el barrio xixonés de Cimavilla, sirvió de detonante para la rabia de toda una comunidad que al grito de “Justicia” salió a la calle a dar la cara por uno de los suyos.
Esta es la historia de Alberto Alonso Blanco, Rambal