Ay,
aquellos tópicos. Los libros, las películas, las notas de contraportada de los
LPs nos insistían que los blues eran gritos de dolor, expresiones destiladas
del sufrimiento, incluso cantos de protesta. Resumiendo: música muy seria, a
escuchar con solemnidad.
Pero
algo no encajaba. De repente, por casualidad, te encontrabas con fotos de un
club de blues en el South Side de Chicago, incluso de tugurios del Delta del
Mississippi…¡y los clientes estaban bailando! Bailando desenfrenados con
músicos que, sí, también parecían disfrutar. Otras veces, se desmelenaban con
los discos que sonaban en un jukebox.
La
realidad: había blues para conjurar las penas, igual que blues para celebrar la vida. Los blues no respetaban las conclusiones de aquellos
estudiosos que acudían con ideas preconcebidas (y una agenda política en el
bolsillo interior de la chaqueta). Los artistas de blues no eran necesariamente
griots o activistas: generalmente,
aspiraban a ejercer de entretenedores. A priori, no tenían nada contra la
perspectiva de llegar al público blanco;
más bien, todo lo contrario.
Los
discos que suenan hoy buscaban alborotar las pistas. Y colarse en las emisoras.
En muchos casos, procedían las urbes del norte: Chicago, Detroit, Nueva York.
Pero otros tenían origen sureño: se suponía que los bluesmen rurales debían conservar las esencias pero nadie les había
preguntado y, caramba, ellos también querían su parte del pastel que había
creado el rock & roll.
Son
grabaciones de la segunda mitad de los años cincuenta, principios de los
sesenta. Y funcionaban: sonaban (esencialmente) en las emisoras negras.
Eran
adquiridos por su público natural pero, de forma creciente, por chicos listos
blancos. Los artistas hasta tocaban en fraternidades de universidades
segregadas. Y en el Reino Unido provocaban pasiones entre unos jóvenes llamados
mods y en los margenes más
desinhibidos de la secta del blues.
Escuchados
hoy, todavía suenan bárbaros: dance music
hecha por y para gente brava. Incluso en
las producciones más toscas, transmiten picardía, erotismo, complicidades.
Llegan cargaditos de metáforas misteriosas, referencias a creencias añejas
(¿qué demonios es el mojo?, nos
preguntábamos), guiños a modas como, uh, las zapatillas deportivas con tacones
altos. Un mundo asombroso que se abre tentador ante nuestros sentidos.