Sabemos que “lo normal” no existe. Que todos somos peculiares, que nuestra sociedad, como buena democracia, es y debe ser un canto a la diferencia. ¡Por supuesto, no niego la mayor! Somos distintos y la diversidad se merece nuestro respeto.
No obstante, una vez aclarado esto, reservo mis palabras de hoy para subrayar el valor de lo que llamamos “normal”, esas situaciones de la vida que, sin ruido, se enmarcan en lo cotidiano. Secuencias que parecen tiempos muertos y que algunos catalogan con desprecio como “rutina”, que otros colorean de gris. Experiencias insignificantes en las que todos y todas estamos embarcados, que ocupan el 90% de nuestro tiempo.
Porque mucha gente, por ejemplo, es padre, madre, abuelo, abuela; muchos afrontan la aventura de levantarse cada mañana con la responsabilidad de mantener una familia, de no pensar en sí mismos. Y aunque se hallan fuera de los focos mediáticos, aunque no son noticia, conforman un grupo estadístico muy numeroso. Un ejército de heroicidades.