El rey Antíoco IV Epífanes envió a las ciudades de Judá al recaudador jefe de los impuestos. Este se presentó en Jerusalén con un gran ejército, saqueando casas, incendiando la ciudad y destruyendo todo lo que se le ponía por delante. El rey Antíoco, pretendiendo la unidad política de su imperio, decidió implantar sus leyes por la fuerza y abolir las de los judíos, que eran al mismo tiempo religiosas y civiles. Para los judíos, aceptar las leyes de Antíoco suponía la apostasía formal de su religión, con todo lo que ello implicaba. Erigieron una estatua de Zeus Olímpico en el Templo de Jerusalén y quemaron todos los libros de la Ley que encontraron. Sin embargo, muchos judíos en Israel se mantuvieron firmes y prefirieron morir antes que apostatar de su fe.