El capítulo que más impresionó a mi amigo fue la visita de Cristo a Magdalena, acaecida en el pueblo de Magdala
El hijo de María, Jesús, se ajustó el ceñidor y echó a andar caminó hacia abajo, al pueblo de Magdala.
Alrededor del pozo y echados en tierra, unos camellos de una caravana que acababan de arribar, rumiaban lenta y pacientemente.
Aún estaban cargados, debían proceder de países lejanos, se hallaban rebosantes de perfumes, pues en el aire flotaba el olor de especias.
El hijo de María, se detuvo frente al pozo. Una vieja que sacaba agua le alargó el cántaro y el joven bebió, luego tomó por el sombreado sendero.
Había numerosos extranjeros, unos vestidos como beduinos y otros con preciosos tejidos indios. Abrióse una puerta y una mujer de trasero prominente y bigotes negros apareció en el umbral de la puerta, vio y se echó a reír ¡Eh, carpintero! ¡Bienvenido! ¿Vas tú también adorar al santuario?, gritó.
Enseguida, cerró la puerta lanzando una carcajada.
El hijo de María se ruborizó, pensó; es preciso que caiga a sus pies, que le pida perdón… apuró el paso; la casa se hallaba en el otro extremo de la aldea, en medio de un huerto de granados.
Recordaba la casa muy bien: una puerta verde de un solo batiente, donde uno de sus amantes, un beduino, había pintado dos serpientes entrelazadas, una blanca y una negra y, sobre la puerta, un lagarto amarillo crucificado.
Sin embargo, se extravió, dio vueltas y más vueltas y no se atrevía a preguntar. Era casi mediodía, se detuvo a la sombra de un olivo para recobrar el aliento.
Acertó a pasar por allí un rico mercader de barba negra ensortijada, ojos negros en forma de avellana y dedos cargados de anillos, que despedía un penetrante olor a almizcle.
El hijo de María le siguió. Debe ser un ángel de Dios, pensó, mientras proseguía y admiraba la esbelta línea de su cuerpo y el precioso manto bordado con flores y aves tornasoladas que cubría sus hombros, debe ser un ángel de Dios… que bajó del cielo para señalarme el camino. El joven extranjero recorría con seguridad y a paso acelerado las tortuosas callejuelas hasta que de pronto, la puerta verde apareció ante sus ojos, con las dos serpientes entrelazadas.
Una viejecita estaba sentada frente a la puerta de la casa en un escabel. Tenía un braserillo encendido en el que cocía cangrejos, al lado y, en una gran bandeja, ofrecía para la venta tortas calientes de garbanzo, bien condimentadas y semillas de calabazas asadas.
El joven noble se inclinó, entregó una moneda de plata a la vieja y entró.
El hijo de María pasó tras él.
En el patio y en fila, uno detrás de otro, cuatro mercaderes estaban sentados en el suelo al modo oriental: dos viejos con las uñas y las cejas teñidas y, dos jóvenes con barbas y bigotes de ébano.
Los cuatro tenían la mirada clavada en la pequeña puerta cerrada del cuarto de María.
De allí, se escuchaban de vez en cuando un susurro, una risa, un chirrido de las tablas del piso… y los adoradores interrumpían la conversación que habían entablado en voz baja y cambiaban nerviosamente de posición.
El beduino se demoraba una eternidad. Hacía mucho que había entrado, en el patio, jóvenes y viejos, esperaban ansiosos.
El joven indio, se sentó en el lugar que le correspondía en la fila y, tras él, lo hizo el hijo de María.
Un inmenso granado cargado de frutos se alzaba en el centro del patio y a ambos lados de la puerta erguíanse dos sólidos cipreses, uno macho y recto como una espada, y el otro hembra, con sus ramas extendidas y desplegadas.
Del granado colgaba una jaula de mimbre con una perdiz pardilla, que revoloteaba a derecha e izquierda, picoteaba, golpeaba los barrotes y chillaba.
Mientras unos adoradores sacaban de sus ceñidores, dátiles que se llevaban a la boca, otros mordían nueces moscadas para perfumar el aliento y, hablaban entre sí, para entretenerse. Se volvieron, saludaron al joven indio y miraron con desprecio al hijo de María, pobremente vestido.
El primer anciano suspiró y dijo: —No hay martirio más grande que el mío: estoy frente al Paraíso y la puerta está cerrada.
Un hombre joven que lucía aros de oro en los tobillos, se echó a reír: transportaba especias desde el Éufrates hasta la orilla del mar.
¿Veis aquella perdiz de patas rojas? Pues bien, daría un cargamento de canela y pimienta para comprar a María; la metería en una jaula de oro y la llevaría conmigo.
¡Haced pronto lo que tengáis que hacer, alegres compañeros, porque esta será la última vez que la veáis!
Te agradezco muchacho — respondió el viejo de barba perfumada, manos finas y dedos alargados, te agradezco porque lo que acabas de decir realzará el sabor de sus besos.
El joven señor había bajado los ojos de tupidas pestañas; balanceó lentamente el torso, al tiempo, que sus labios se movían, como si orara.
Antes de entrar en el Paraíso, se había sumergido en la beatitud eterna. Oía los chillidos de la perdiz, escuchaba las respiraciones entrecortadas y los crujidos del otro lado de la puerta y observaba a la vieja colocar en el brasero los cangrejos vivos, que saltaban… He aquí el Paraíso, pensó, agitado, he aquí el sueño espeso que llamamos vida y que soñamos como el Paraíso.
No hay otro Paraíso, ahora puedo levantarme y partir, ya no necesito ninguna otra alegría. Un hombre de talla gigantesca y turbante verde, que estaba delante de él, le tocó la rodilla y se echó a reír.
Príncipe, apuntó, ¿qué dice tu Dios de todo esto?
El joven señor abrió los ojos: ¿De qué? De lo que tienes ante ti, los hombres, las mujeres, los cangrejos, el amor…
Que todo es un sueño, hermano. Entonces, hay que andar con cuidado, compañeros dijo el viejo de barba blanca, que ahora desgranaba un gran rosario de cuentas de ámbar, ¡no sea cosa que nos despertemos!
La puerta se abrió y el beduino salió de la habitación con paso lento.
Tenía los ojos abotagados y se relamía. El viejo a quien le correspondía pasar se puso en pie de un salto, ágil como un joven de veinte años.
¡Anda, anciano, y apresúrate! ¡Apiádate de nosotros! gritaron los tres a una voz.
El viejo ya avanzaba quitándose el ceñidor… ¡no era aquel momento para hablar! Cerró bruscamente la puerta tras él.
Todos miraban al beduino con envidia y nadie osaba hablar. Sentían que navegaba muy lejos en aguas profundas y, en efecto, no se volvió ni siquiera para mirarles.
Marchaba por el patio con paso vacilante. Llegó a la puerta de la calle, donde estuvo apunto de tropezar con el braserillo y se perdió en las tortuosas callejuelas.
Entonces para alejar la fijación de su mente, el hombre grueso con el turbante verde se puso a hablar, sin ton ni son, de leones, de mares cálidos e islas remotas hechas de coral… Transcurrió un tiempo; cada poco oíase el murmullo producido por las cuentas de ámbar del rosario al chocarse unas contra otras, suave y delicadamente.
Los ojos de todos, en la fila, habían vuelto a clavarse en la puerta. El viejo tardaba y tardaba en salir… El joven indio se levantó, feliz. Todos se volvieron sorprendidos ¿Por qué se había levantado? ¿No iba a estrecharla entre sus brazos? ¿Partía? Su rostro resplandecía y sus mejillas se habían hundido ligeramente. Se ajustó el manto, se llevó la mano al corazón y luego a sus labios, saludó y su sombra traspuso tranquilamente el umbral… Se despertó… apuntó el joven que llevaba anillos de oro en los tobillos.
Estaba por echarse a reír, aunque todos se sintieron repentinamente invadidos por un pavor extraño y se pusieron precipitadamente a hablar de los mercados de esclavos de Alejandría y Damasco, de pérdidas y ganancias… Si bien, pronto volvieron a sus chistes impúdicos acerca de mujeres y adolescentes. Sacaban la lengua y se relamían.
¡Señor! ¡Señor! murmuró el hijo de María ¿Dónde me has hecho caer? ¿En qué patio? ¡Me obligas a formar fila detrás de estos hombres! ¡Esta es la mayor vergüenza, Señor! ¡Dame fuerzas para soportar!
El hambre se apoderó de los adoradores; uno de ellos llamó a la vieja, quien distribuyó entre los cuatro hombres pan, cangrejos y tortas de garbanzos; también llevó un gran cántaro de vino de dátiles.
Se sentaron al modo oriental en torno de los alimentos y comenzaron a mover las mandíbulas. Uno de ellos sintió deseos de bromear y arrojó un grueso caparazón de cangrejo contra la puerta, gritando:
¡Eh! ¡Eh! ¡Apresúrate anciano! ¡Acaba de una vez! Todos se echaron a reír.
¡Señor! ¡Señor! Volvió a murmurar el hijo de María ¡Dame fuerzas para soportar hasta que llegue mi turno!
El viejo de barba perfumada se volvió y se apiadó de él:
¡Eh, muchacho! ¿No tienes hambre ni sed? Acércate, come un bocado con nosotros para cobrar fuerzas.
Sí, para cobrar fuerzas, desdichado, dijo, riendo el gigante de turbante verde y para que cuando llegue tu turno no hagas quedar mal a los hombres.
El hijo de María enrojeció hasta la raíz del cabello, bajó la cabeza y calló.
Este es otro que sueña, señaló el viejo sacudiendo la barba que se había llenado de migas y trozos de cangrejos.
Os juro que sueña, por Belcebú.
Acordaos de lo que os digo: ¡se va a levantar como el otro y se irá!
El hijo de María se sintió invadido de terror y miró a su alrededor ¿Tendría razón el indio y todo aquello: los patios, los granados, el braserillo, las perdices, los hombres, no sería más que un sueño? ¿No estaría delirando aún al pie del cedro?
Se volvió como si buscara auxilio y entonces observó en la puerta de la calle de pie, junto al ciprés macho, vestida con la armadura de bronce, inmóvil, a su compañera de cabeza de águila y, al mirarla, se sintió por primera vez aliviado y tranquilo.
El viejo salió jadeando del cuarto de Magdalena y el hombre del turbante verde entró. Transcurrieron algunas horas y le tocó el turno al joven de aros de oro y, por último, al viejo del rosario de ámbar.
El hijo de María permaneció solo esperando en el patio.
El sol declinaba y dos nubes que navegaban por el alto cielo se detuvieron, cargadas de oro.
Una leve bruma dorada cayó sobre los árboles, sobre los rostros de los hombres y sobre la tierra.
El viejo del rosario de ámbar salió, se detuvo un instante en el umbral, se enjugó los ojos, la narice y los labios y, se arrastró, encorvado hacia la puerta.
El hijo de María se levantó. Se volvió hacia el ciprés y su compañera se adelantó para seguirle.
Estaba por hablar, por suplicar, espérame afuera, quiero estar solo, no me escaparé… pero sabía que era una vana súplica y guardó silencio. Ajustó la correa a su cintura, alzó los ojos, vio el cielo, vaciló… entonces oyó una voz ronca, irritada, procedente de la habitación: “¿Hay alguien ahí? ¡Que entre!” Era Magdalena que llamaba.
Reunió todas sus fuerzas y avanzó. La puerta estaba entornada y entró temblando.
Magdalena estaba echada en la cama, enteramente desnuda y bañada en sudor.
Sus cabellos de ébano aparecían diseminados por la almohada, sus brazos replegados en la nuca, el rostro vuelto hacia la pared, bostezaba, estaba fatigada: había luchado con los hombres desde el alba; todo su cuerpo, sus cabellos y sus uñas estaban impregnados de los perfumes de todos los países; sus brazos, su cuello y sus senos aparecían cubiertos de mordiscos.
El hijo de María bajó los ojos, permanecía de pie en el centro de la habitación y no podía avanzar.
Magdalena esperaba con el rostro vuelto hacia la pared, inmóvil.
No se escuchaba cerca de ella ningún gruñido de macho, ningún ruido de hombre que se desviste, ninguna respiración jadeante.
Sintió miedo y volvió bruscamente la cabeza.
Al ver al hijo de María, lanzó un grito, cogió la sábana y se tapó con ella ¡Tú! ¡Tú!, gritó y se cubrió con las manos los ojos y los labios.
María, perdóname.
Ronca, desgarradora como si quebrara parte de su garganta, estalló la risa de Magdalena.
María, perdóname, repitió.
En respuesta ella se postró de hinojos, se arrodilló en sus sábanas y alzó su puño:
¿Para decirme esto te mezclaste con ellos? ¿Te has metido aquí, donde nadie te llama, para alojar en la habitación al coco de tu Dios?
Llegas tarde, demasiado tarde muchacho ¡No quiero saber nada de tu Dios! ¡Me ha partido el corazón!
Hablaba, gemía, su pecho irritado henchía la sábana ¡Me ha partido el corazón!… me ha partido el corazón… volvió a gemir y de sus ojos brotaron dos lágrimas que quedaron suspendidas de las pestañas.
No blasfemes, María. Toda la culpa no fue de Dios. Por eso vine a pedirte perdón.
Magdalena estalló: tu Dios, tiene tu sucio rostro, tú y él, se confunden, no los puedo distinguir.
Cuando de noche, me da por cavilar, pienso en él y en ti, ¡maldita sea esa hora!, mira, ¡se me aparece en la oscuridad con tu rostro! Y cuando ¡maldita sea la hora! Te encuentro por la calle, me parece que veo a tu Dios, lanzándose sobre mí.
Agitó el puño ¡No me hables de Dios!, gritó.
Vete, no quiero volver a verte ¡No me queda más que un solo refugio, que un solo consuelo… el fango!
No me queda más que una sinagoga, donde entro para orar y purificarme: ¡el fango!
María, escúchame, déjame hablar.
No te desesperes, para eso vine, hermana, para sacarte del fango.
Son muchas mis faltas y voy al desierto para expiarlas.
Son muchas mis faltas, pero la más grave es haber ocasionado tu desdicha, María.
Magdalena alargó con rabia sus uñas puntiagudas hacia el inesperado visitante, como si quisiera desgarrarle las mejillas ¿Qué desdicha?, gritó.
¡Mi vida es feliz!, muy feliz,
Y no necesito que Su Santidad me compadezca.
Lucho sola, completamente sola, no llamo en mi auxilio ni a los hombres ni a los demonios, menos a los dioses ¡Lucho para liberarme y me liberaré!
¿Liberarte de qué, de quién? No del fango, como tú crees.
¡Bendito sea el fango! En el depósito mis esperanzas, es mi camino de liberación.
¿El fango? La vergüenza, la suciedad, este lecho, este cuerpo mordido, mancillado por todas las salivas, todos los sudores, todas las mugres del mundo.
¡No me mires de ese modo, con ojos de ternero hambriento, no te acerques, cobarde! No me gustas, me repugnas: no me toques.
Para olvidar a un hombre, para liberarme de su recuerdo, me entregué a todos los hombres.
El hijo de María, bajó la cabeza: la culpa es mía, repitió con voz ahogada; cogió la correa que le servía de ceñidor, aún salpicada de gotas de sangre.
La culpa es mía; perdóname, hermana.
Pero pagaré mi deuda.
Una risa salvaje desgarró de nuevo la garganta de la mujer.
La culpa es mía… la culpa es mía, hermana… yo te salvaré…
Lanzas estos balidos lastimeros en lugar de alzar la cabeza como un hombre y confesar la verdad.
Tú codicias mi cuerpo, pero no te atreves a decirlo y la tomas con mi alma ¡Quieres salvarla, dices! ¿Qué alma, soñador?
El alma de una mujer es su carne y tú sabes, sabes de sobra, pero no te atreves a tomarla en tus manos como un hombre, no te atreves a abrazarla ¡Abrazarla para salvarla! ¡Me das lástima y me asqueas!
Te poseen siete demonios, ¡puta! gritó entonces el joven; la vergüenza lo había hecho enrojecer hasta la raíz de los cabellos. Tu pobre padre, estaba en lo cierto.
Magdalena se sobresaltó, recogió sus cabellos con cólera, los enrolló y los ató con una cinta de seda roja. Permaneció así y, en silencio, durante un tiempo. Al fin, sus labios se movieron.
No son siete demonios, hijo de María, no son siete demonios sino siete llagas. Debes aprender que una mujer es una cierva herida y la desdichada no tiene otra alegría que lamer sus heridas… Sus ojos se arrasaron de lágrimas. Enseguida, con un brusco ademán, las enjugó con la palma de su mano.
Se encolerizó ¿Por qué has venido aquí? ¿Por qué permaneces parado frente a mi lecho? ¿Qué quieres de mí?
El hijo de María, avanzó un paso y dijo: María, acuérdate de cuándo éramos niños.
¡No me acuerdo! ¿Qué clase de hombre eres, no sigues babeando? ¿No tienes vergüenza?
Jamás tuviste el valor de mantenerte erguido como un hombre; solo, sin valerte de nadie.
¡Tan pronto te cuelgas de las faldas de tu madre, como de las mías, o de las de Dios! No puedes valerte por ti mismo, porque tienes miedo.
No osas mirar de frente mi cara o mi cuerpo, que para el caso es igual, porque tienes miedo ¡Y vas a sepultarte, a hundir tu rostro en el desierto, porque tienes miedo! ¡Tienes miedo! ¡Tienes miedo!
Me repugnas, me das lástima y, cuando pienso en ti, se me parte el corazón.
Magdalena ya no podía resistir y estalló en sollozos.
Se enjugó los ojos con rabia, sus afeites se disolvían con las lágrimas y ensuciaban las sábanas.
El corazón del joven se estremeció ¡Ah, si no temiera a Dios, la estrecharía entre sus brazos, enjugaría sus lágrimas, acariciaría sus cabellos para calmarla y partiría con ella!
Si fuese un verdadero hombre, eso es lo que debería hacer para salvarla en lugar de entregarse a oraciones y ayunos en el monasterio.
¿Qué le importaban a ella las oraciones y los ayunos? ¿Acaso se podía salvar a una mujer con oraciones y ayunos?
El camino de la salvación sería arrancarla de ese lecho, partir con ella, e instalarla en un taller en una alejada aldea, vivir como marido y mujer, tener hijos, sufrir y ser felices como seres humanos.
Ese era el único camino de salvación para la mujer y el camino en el que él, se podía salvar junto con ella ¡El único camino!
Caía la noche y a lo lejos se oyeron truenos. El resplandor de un rayo penetró por la rendija de la puerta e iluminó por un segundo el rostro lívido de María.
Volvió a oírse un trueno más cercano. El cielo había descendido hacia la tierra, cargado de angustia.
El joven sintió de pronto una gran fatiga; las rodillas se le doblaban y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
Un olor pestilente le dio en pleno rostro, un hedor a almizcle, sudor y chivo; se apretó la garganta con la mano para no vomitar.
Oyó la voz de María, en la oscuridad, dijo: vuelve la cabeza, voy a encender la lámpara y estoy desnuda.
Me iré dijo el joven en voz baja. Reunió todas sus fuerzas y se puso de pie, María simuló no haber oído:
Mira si aún hay alguien en el patio: si es así, dile que se vaya.
El joven abrió la puerta y asomó la cabeza. El aire se había oscurecido y gruesas gotas de lluvia espaciadas, daban contra las hojas del granado.
El cielo pendía sobre la tierra, pronto caerá sobre ella.
La vieja con su braserillo encendido, se había metido en el patio para refugiarse bajo el ciprés.
La lluvia comenzaba arreciar. No hay nadie respondió el joven y cerró rápidamente la puerta. Había estallado la tormenta.
Entretanto, Magdalena, había saltado del lecho. Se cubrió con una tibia pañoleta de lana que llevaba bordados leones y gacelas, obsequio de esa mañana de uno de sus amantes, un árabe.
Sus hombros y caderas acogieron con un estremecimiento de placer el dulce calor del vestido. Se puso de puntillas y descolgó la lámpara que pendía de la pared.
No hay nadie repitió el joven, su voz se había suavizado.
¿Y la vieja? Está bajo el ciprés.
Estalló la tormenta. María salió al patio, vio el braserillo encendido y se acercó al fuego.
Anciana, Noemí, gritó, alargando la mano hacia el cerrojo de la puerta, toma tu braserillo y tus cangrejos y, vete.
Echaré el cerrojo ¡Esta noche no recibiré a nadie más!
¿Tienes a tu amante en el cuarto?, silbó la vieja, furiosa porque perdía los clientes de la noche.
Sí respondió María, está adentro… ¡Vete!
La vieja se levantó murmurando y recogió sus utensilios.
¡Vaya amante que te has echado! Es un andrajoso, refunfuñó por lo bajo, pero María la empujó sin más y atrancó la puerta de la calle.
El cielo se había abierto y caía sobre el patio.
Magdalena, lanzó un gritito de alegría, como hada cuando era niña y miraba las primeras lluvias. Cuando volvió al cuarto, la pañoleta estaba mojada.
El joven se detuvo en el centro de la habitación.
¿Debía partir? ¿Debía quedarse? ¿Cuál era la voluntad de Dios?
Se sentía cómodo en aquel ambiente cálido, ya se había habituado al olor repulsivo. Afuera le esperaban la lluvia, el viento, el frío. No conocía a nadie en Magdala y Cafarnaúm estaba lejos.
¿Debía partir? ¿Debía quedarse? Su espíritu no se decidía… Jesús, llueve a cántaros.
Seguramente no has comido en todo el día. Ayúdame a encender el fuego y cocinaremos… Su voz era tierna, solícita, semejante a la de un ángel.
Me iré, dijo el joven y, se volvió hacia la puerta.
Quédate a comer conmigo respondió Magdalena, como si le impartiera una orden.
¿Te repugna? ¿Tienes miedo de ensuciarte si comes con una puta?
El joven se inclinó sobre el hogar, ante los dos morillos, tomó un haz de leña y encendió el fuego.
Magdalena, sonreía, se había calmado. Puso agua en la marmita que colocó sobre los morillos: tomó de un saco colgado de la pared, dos puñados de habas y las arrojó al agua.
Se sentó en el suelo ante el fuego encendido y aguzó el oído, afuera, el cielo había abierto sus esclusas.
Jesús, dijo en voz baja, me preguntaste si me acordaba de cuando éramos niños y jugábamos.
El joven, sentado ante el hogar, miraba el fuego y su espíritu volaba por lejanas zonas.
Como si ya hubiera llegado al Monasterio del desierto y vistiera la inmaculada sotana, se paseaba por espacios solitarios y, su corazón, semejante a un pececillo de radiante oro, nadaba en las calmas y profundas aguas de Dios.
Afuera, con la torrencial tormenta parecía el fin del mundo; dentro, reinaba la paz, la ternura, la seguridad…
Jesús oyó de nuevo la voz de Magdalena, me preguntaste si me acordaba de cuando éramos niños y jugábamos… El rostro de Magdalena brillaba a la luz de las llamas como hierro candente.
Pero el joven no la escuchó, estaba aún sumergido en el abismo del desierto.
Jesús, repitió la mujer, tú tenías tres años y, yo cuatro. Ante la puerta de mi casa había tres peldaños; solía sentarme en el más alto y desde allí miraba durante horas cómo te esforzabas por trepar al primer peldaño, cómo caías y te levantabas una y otra vez.
Ni siquiera te tendía la mano para ayudarte, quería que llegaras hasta mí, pero que antes sufrieras lo indecible… ¿Lo recuerdas?
Un demonio, uno de sus siete demonios, la aguijoneaba para hacerla hablar y tentar al hombre.
Tras horas de esfuerzo, alcanzabas a subir el primer peldaño y debías intentar encaramarte en el segundo… Y luego, para llegar al tercero, donde te esperaba sentada e inmóvil.
Después… El joven se sobresaltó, extendió la mano y gritó: — ¡Cállate! ¡No continúes!
El rostro de la mujer brillaba y se oscurecía, las llamas lamían sus cejas, sus labios, su barbilla, su cuello desnudo.
Tomó un puñado de hojas de laurel que arrojó al fuego lanzando un suspiro y, añadió: —Después me tomabas de la mano, Jesús.
Tras lo cual, entrábamos en la casa e íbamos a echarnos sobre las piedras del patio.
Juntábamos las plantas de nuestros pies desnudos, sentíamos cómo el calor de nuestros cuerpos se mezclaban, desde nuestros pies hasta los muslos, desde allí hasta nuestras caderas y cerrábamos los ojos…
¡Cállate! —volvió a gritar el joven, alargó la mano para cerrarle la boca, pero se reprimió, pues tuvo miedo de tocarle los labios.
La mujer bajó la voz, suspiró y dijo: —Jamás conocí en mi vida dulzura mayor.
Luego de unos instantes de silencio añadió: desde entonces busco en los hombres aquella dulzura, aquella dulzura Jesús y no la encuentro.
El joven hundió el rostro entre sus rodillas.
¡Adonay —murmuró— Adonay, acude en mi auxilio!
En la habitación tranquila y silenciosa únicamente se oía el susurro del fuego que devoraba silbando los leños, así como del guisado que se cocía lentamente y despedía un agradable olor.
Afuera, el chaparrón, como un macho, se derramaba desde el cielo con gran estrépito, mientras la tierra abría su seno y zureaba como una paloma.
Jesús, ¿en qué piensas?, dijo Magdalena, ya no se atrevía a mirar al joven a la cara.
En Dios, respondió con voz ahogada, en Dios, en Adonay. Apenas dijo esto, se arrepintió de haber pronunciado su santo nombre en aquella casa.
Magdalena se puso en pie de un salto y echó a andar entre el hogar y la puerta. Estaba excitada, ése es, pensaba, ése es el gran enemigo, ése es quien se interpone siempre entre nosotros; es malévolo, celoso, no quiere que seamos felices.
Se detuvo tras la puerta y aguzó el oído; el cielo rugía, el huracán hacía estragos y en el patio las granadas se golpeaban unas contra otras, casi hasta reventar.
Cede la lluvia, dijo, Magdalena. Partiré, replicó el joven y se levantó.
Come primero para recobrar fuerzas ¿Dónde irás a estas horas?
La noche es muy oscura y aún llueve.
Descolgó de la pared una estera redonda y la colocó en el suelo.
Apartó del fuego la marmita, abrió una alacena excavada en el muro y sacó un trozo de pan de centeno asado y dos platos de barro cocido.
Este es el alimento de una puta dijo. Sino te asquea, hombre piadoso, cómela.
El joven tenía hambre y alargó presurosa la mano. La mujer reventó de risa:
¿Es ésa la forma que tienes de comer? ¿Sin orar primero? ¿No sería mejor que agradecieras a Dios que provee de pan, habas y putas?
El bocado se atascó en la garganta del joven.
María, dijo, ¿por qué me odias? ¿Por qué me provocas?
Comparto esta noche la comida y nos hemos reconciliado.
Lo pasado, pasado está. Perdóname, para eso he venido.
Come en lugar de lloriquear. Sino te otorgan el perdón, tómalo por la fuerza, eres un hombre.
Magdalena cogió el pan y lo partió.
Rió, Bendito sea el nombre de Aquél que da al mundo el pan, las habas y las putas ¡Y también los visitantes beatos!
Sentados uno frente al otro, bajo la luz de la lámpara, no volvieron a intercambiar palabra alguna. Ambos tenían apetito pues habían luchado durante el día y ahora comían para recobrar fuerzas.
Afuera, por fin la lluvia comenzaba a calmarse. El cielo se separó del abrazo con la tierra y esta quedó saciada. Solo se oía el chapoteo de los arroyos que se escurrían alegremente por las calles de la aldea.
Terminaron la comida, quedaba aún en la alacena un resto de vino y lo bebieron, también había algunos dátiles maduros y se sirvieron como postre.
Permanecieron un tiempo sin hablar, mirando al fuego que se iba extinguiendo.
El espíritu de ambos se movía con libertad, danzaba al ritmo de las últimas pavesas.
El joven se levantó y echó otros leños en el hogar, pues hacía frío.
Magdalena tomó otro puñado de hojas de laurel y las arrojó al fuego.
Por un momento la habitación pareció embalsamarse.
El joven se encaminó hacia la puerta y la abrió.
Se había levantado el viento y las nubes ya se habían dispersado, en el patio de María, resplandecían ahora dos grandes y límpidas estrellas.
¿Continúa lloviendo?, preguntó el joven, estaba de nuevo de pie en el centro de la habitación, indeciso.
Magdalena no respondió. Desenrolló una estera, sacó del baúl unos gruesos cobertores de lana y sábanas, regalo de sus amantes, y tendió una cama frente al fuego. Dormirás aquí, hace frío y se levantó el viento.
Es cerca de medianoche ¿Adónde podrías ir? Te helarías. Dormirás aquí, junto al fuego. El joven se estremeció.
¿Aquí? Preguntó ¿Acaso te da miedo? No temas, cándida paloma. No me burlaré de ti. No te tentaré, no atentaré contra tu virginidad.
Echó más leña al fuego y bajó la mecha de la lámpara, duerme tranquilo añadió, mañana tenemos mucho que hacer, te pondrás en camino en busca de tu liberación, yo tomaré otro rumbo, el mío, para buscar mi propia liberación. Cada quien seguirá su destino y nunca volveremos a encontrarnos.
¡Buenas noches! Magdalena se echó en su cama y hundió su rostro en la almohada. Durante toda la noche mordió las sábanas para no gritar ni llorar, temerosa que la oyera el hombre que dormía junto al fuego, que se asustara y se fuera.
Magdalena escuchó toda la noche la respiración apacible del joven, semejante a la de un bebé hasta saciarse.
Permaneció despierta, lanzando por lo bajo prolongados y tiernos sollozos que ascendían desde el fondo de su ser. Diríase que velaba su sueño como una madre lo hubiese hecho.
Al despuntar el día, vio a través de sus párpados entreabiertos, como el joven se levantaba, se ajustaba el ceñidor de cuero y abría la puerta.
Entonces el hijo de María, se detuvo, quería y no quería partir al mismo tiempo.
Se volvió, miró al lecho, avanzó con paso indeciso, se acercó y se inclinó. Aún no había despuntado el día y la claridad no inundaba la habitación. Se agachó como si quisiera ver a la mujer, tocarla.
Llevaba la mano izquierda dentro del ceñidor y la derecha en la barbilla.
La mujer acostada, inmóvil, con el pecho desnudo cubierto por sus cabellos, lo miraba a través de sus pestañas y todo su cuerpo temblaba.
Los labios del joven se movieron levemente: María… dijo, al oír su propia voz, se aterrorizó.
Llegó de un salto al umbral, cruzó presuroso el patio y descorrió el cerrojo de la puerta…
Entonces María Magdalena se incorporó bruscamente del lecho, arrojó las sábanas y se echó a llorar.
Este diálogo entre Jesús y María Magdalena, me causó gran impresión, razón por la que resumí su contenido.
Me había tomado tiempo para leer con calma la obra, cuando la terminé, quería hablar con mi amigo para compartir mutuas impresiones.
Me fue imposible localizarle, finalmente, un amigo común me informó, que se había casado con una compatriota de su padre, a quien había conocido hace poco y, que precisamente se hallaba de visita en el pueblo, desde que se marchó para el país de las oportunidades.