Mientras Europa se acomoda a vivir una vez más sin coronavirus, en Estados Unidos la pandemia, que el presidente había asegurado que en pocas semanas desaparecería, golpea sin piedad. Y lo hace con más fuerza en estados mayormente gobernados por aliados del presidente que, sin hacer caso a las recomendaciones del Centro de Control de Enfermedades (CDC por sus siglas en inglés) terminaron reabriendo rápidamente sus economías sin importar que esas acciones resultaran en miles de nuevos casos de coronavirus, cientos de hospitalizaciones y hospitales casi desbordados, miles de muertes, muchas de las cuales se podrían haber evitado. A pesar de este panorama desolador, el cual se hace presente gracias a la insistencia del presidente Trump y sus aliados para que los gobernadores relajen las órdenes de quedarse en casa, el presidente sigue negando la realidad. Y niega la realidad de una pandemia fuera de control, argumentando que la culpa de que haya más casos es que se están haciendo más tests. Esa explicación, más allá de ser pobre y errada, es irrelevante cuando vemos como los gobernadores de Florida y Texas, forzados por una escalada de casos, deciden desacelerar la apertura y cerrar bares. La premura que tenía el presidente Trump por reiniciar operaciones y mejorar las perspectivas económicas para poder ganar la reelección, ahora choca con la realidad de que este virus no discrimina y tampoco perdona. Esa misma premura y una reapertura mal planeada actúan hoy como un boomerang que viene a pegarle al presidente donde más le duele: en sus niveles de aprobación y en las encuestas. Faltan más cien días para las elecciones, y al paso que vamos, con un Biden en algunas encuestas a 10 o 12 puntos de ventaja sobre Trump, es más probable que el actual presidente se retire antes de lo que esperaba a su residencia en Mar-A Lago donde finalmente podrá desarrollar un bronceado natural. En la política como en la vida, todo tiene su lado positivo.