Aquel día, después de subir y bajar muchas colinas, el mensajero de Dios, con su trompeta bajo el brazo, llegó al valle de Josafat. Con la primavera, el valle estaba todo cubierto de hierba muy verde y un arroyo de agua cristalina corría sin hacer ruido. El mensajero sonrió satisfecho, saludó al sol que acababa de despertarse, y comenzó a trepar por la muralla de grandes piedras que se alza junto al valle. Cuando llegó arriba, al pináculo más alto, se apoyó bien sobre la piedra angular, respiró profundamente e hizo sonar la trompeta. Las orejas del mundo se pararon. Los ojos dormidos se abrieron y todos los habitantes de la tierra, desde los grandes hasta los pequeños, comprendieron que había llegado la hora de rendir cuentas a Dios.